El concierto en la Escalinata inició la gira por Latinoamérica. Autor: Roberto Suárez Publicado: 20/09/2025 | 09:49 pm
Una fina llovizna besa la Escalinata universitaria dos horas antes de que comience el concierto. Las gotas de rocío —estoy casi seguro— son parte del ritual, del empeño por bautizar las letras de Silvio antes de hacerse canción y luz. La primera vez que lo escuché en vivo, a la orilla de una barriada habanera, sucedió exactamente igual. Y yo, que no creo en coincidencias, solo puedo pensar en algún pacto misterioso que encierra a la guitarra con la madre natura, al tiempo con la poesía.
Mas, la lluvia nunca rinde las voluntades cuando se trata del trovador… Vengan de donde vengan. Solo se hace presente por un breve espacio, y deja la escena lista para que unos acordes musicales marquen —al unísono— el destino de miles de voces. Qué importará mojarse entonces si, al final, el escenario se enciende —de un lado a otro— para que haga su entrada un poeta que canta, hecho siglo entre tantas generaciones.
Silvio Rodríguez tiene el don de contener los relojes, el tiempo, las prioridades… Todo parece detenerse cuando el imán de su música convoca. Incluso, hasta las fronteras dejan de ser impedimento para tenerlo cerca. El viernes, en la Escalinata universitaria, andaban reunidas las ansias de corear a viva voz esas letras que superan con hondura las décadas y
continentes. Vibrar era el destino de una noche, la razón visible por la que miles de rostros estaban allí.
Hacía más de cinco años que Silvio no cantaba en Cuba a poesía descubierta. Ni él, quizá, sospechaba, a ciencia cierta, cuánto necesitaba su público los acordes de la esperanzadora guitarra. A los pies del Alma Mater se desató la magia, la llovizna y, al fin, se hizo canción la espera.
Hay escenas mágicas que bien valen la pena atesorar toda la vida. Cuando una Isla cabe en las alas del colibrí y refunda los sueños tarareándole al amor, al tiempo, pero también a lo sublime y a lo no tanto, la esperanza luce alcanzable aun en plena utopía. ¡Qué sería de nosotros si no militáramos en ese mismo partido de sueños, poético y fugaz!
El viernes la necedad se esparció como un halo que une a nuevas y viejas generaciones. Qué hermoso cuando dos personas que ni se conocen (da igual la edad) terminan abrazándose para gritar —a todo pulmón— «yo me muero como viví…» o «si no creyera en la locura…».
Es el poder del trovador que no pasa de moda, de ese que convoca al afecto en cada instante para rodear con un mural de emociones y homenajes sus conciertos. El estribillo «Eternamente, Yolanda» en la voz de Silvio y su hija Malva estremeció la noche y también las escaramuzas.
Fue el pie forzado para que, en plena Escalinata, mientras el coro de miles tarareaba hasta el infinito «Esto no puede ser no más que una canción/ Quisiera fuera una declaración de amor...», un joven se sacara casi imperceptible del bolsillo la cofradía para pedirle matrimonio a su amada.
Los pequeños detalles —como las luchas diarias— no caducan, asoman en los momentos justos. Incluso, los gestos más ínfimos pueden trascender los espacios cuando se reivindica con vehemencia la razón.
Silvio sabe muy bien cómo conseguir ese cometido sobre un escenario. Y el viernes lo hizo recitando a Wichy Nogueras, a los judíos y los olvidados. Lo hizo mientras le colocaban en su espalda la kufiya que representa al pueblo palestino y, en la inmensidad de la Escalinata, la era volvía a hacer estallar miles de corazones que creen la justicia y la libertad.
Ese es Silvio, el trovador comprometido que nos convoca casi sin previo aviso, el que nos deja al final de sus acordes —como receta del alma— la esperanza. Para un pueblo que cree en los sueños posibles, en la razón de pedigrí, aun en los días más duros, la esperanza será el camino, la brújula a seguir. «Sea verde, roja o negra...», da igual, si siempre va acompañada por una guitarra coherente y fiel.
Así viajará ahora la ilusión hecha poesía por Latinoamérica. Y como colofón de cada cierre, de seguro, al igual que sucedió en esta Escalinata encendida, le devolverán al trovador la frase más pura y sincera multiplicada en un coro de voces: «¡Gracias, Silvio!» por hacernos creer en las utopías.