Desde hace varios meses comenzaron a sacudir los correos, teléfonos y libretas de direcciones para programar el añorado reencuentro. Muchos, jamás se habían vuelto a ver. El último abrazo colectivo fue el día de la graduación, quizá un jueves o un viernes de 1984. Allí, en su adorado Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas (Ipvce), se despidieron de las tantas hazañas de azul, y echaron a andar.
Treinta años después es una oración bastante larga. Eso dice la vida. Lo dicen también estos rostros que nada tienen que ver con el acné juvenil, o estos cuerpos que no se agachan con la misma rapidez que antes. Unos llegan con barbas, otros indiferentes al peine. Algunas dejaron la figura en la casa y no pocas esconden, en sus apretados jeans, el patrimonio de várices que le han tatuado los años.
Todavía guardan un poquito de muchachos. Están inquietos, se abrazan como adolescentes y el bromista del grupo ha encendido su «maquinaria de chuchos». Vienen hasta Holguín de diferentes lugares, de La Habana, Las Tunas, Matanzas.... Están listos para recordar, o para volver a vivir, que es lo mismo.
Pincharán esos archivos ocultos de los cuales solo ellos poseen la contraseña. Pasarán la lista con los apodos e imitarán a la profesora de Literatura cuando les decía: «Ni se ofusquen, ni se embravezcan, ni se exacerben». O al de Astronomía, con sus clásicos golpes de puntero en la pared para avisar de su llegada.
Bailarán al ritmo de Love me do, desempolvarán a los Bee Gees y cantarán, con guitarra incluida, temas de Silvio y Pablo. No sobrarán los cuentos de antaño, de cuando se fugaban para la poceta, de las charlas en la cola del comedor o las interminables noches de estudio.
Llegarán hasta el Ipvce José Martí Pérez para actualizar sus huellas. Pisarán con la solidez del orgullo y la flacidez de la nostalgia. Abrazarán a sus profes presentes y recordarán a los que no están. Más tarde sembrarán un árbol, y 30 años después volverán en cuerpo o en alma a vestirse de azul bajo su sombra.