No sé si son alucinaciones estivales. O si es que, en la exaltación de estos tiempos, caí en el nocivo síndrome de la comparación, culpable a veces de ciertas imprecisiones.
Pero la verdad es que extraño el otro carnaval, el de antaño, aquel que era ebullición y tradición, muñecones y colores, competencias.... Aquel en el que, a pesar de fórmulas para aumentar el volumen de los líquidos ambarinos, los aires de feria comercial no azotaban tanto, como hoy, los bolsillos y la celebración misma.
Lo escribo porque tengo la sensación de que, en no pocas localidades, nuestras fiestas populares —para bien o para mal— se han ido contagiando con la sed de «utilidades» de la modernidad, y por esa cuerda han menguado el toque de folclor, el rito y la atmósfera de espectáculo.
Ha sido un fenómeno paulatino, que parece haber entrado en un torrente de aceleración en los últimos años. Es como si hubiéramos caído en la trampa: una fiesta es mejor en la medida en que se vendan más productos, no importa si a contrapelo de tradiciones y raíces; no importa si desbaratando los termómetros hipotéticamente sagrados de la calidad.
Tengo vivencias cercanas en tiempo y espacio. En los carnavales de Bayamo, por ejemplo, concluidos a principios de agosto y que años atrás gozaron de fama nacional, encontré «caldosas» vendidas a dos pesos en pequeños vasos desechables, sin un mínimo de vianda, sin un minúsculo trazo de un producto candidato a boceto de carne. Y he aquí —que resulta lo más alarmante— la respuesta del vendedor de jugo animal: «Busque, que tiene su maicito». Es decir, un candidato a grano de maíz.
Vi los «aparatos» particulares —que tanto gustan a los niños, inocentes de leyes de ofertas y demandas— dispararse en precios. Y me pregunté si el tiempo también ha elevado su costo porque antes (vuelvo con el sacrosanto paralelismo) cabalgar diez minutos en caballitos eléctricos costaba un peso, y ahora, con el triple o el quíntuple de ese monto, apenas se puede trotar, sin relinchos, 300 segundos.
Comprobé que es irrefutable una norma: cada año un cerdo puede generar, con la misma cantidad de carne asada, un número geométricamente superior de bocaditos, los que pudieran anunciarse con el nombre de candidatos a tirillitas de cerdo asado.
Observé baños «ecológicos», con llamativos letreros externos y que deben haber ayudado a muchos semejantes: «Orine: Un peso. Otros: Cinco pesos».
Claro que estas y otras tendencias —la música monocorde, la cerveza aguada, las supertarifas crecientes que cobran las or-questas— no son exclusivas de una ciudad, ni siquiera de una época de festejos. Y suelen ser indetenibles, como la vida.
Tampoco desbaratan la alegría colectiva, ni el elevado ánimo de «gozadera» que acostumbran a exhibir los cubanos.
Sin embargo, más allá de lo inevitable y lo evitable, deberíamos preocuparnos por la concepción cultural —y valga la amplitud del término— del carnaval. En otras palabras, estudiarlo, diseñarlo, prepararlo, entenderlo, concebirlo y corregirlo con toda la antelación del mundo.
Que no se nos convierta en un expendio masivo de «cosas» líquidas y sólidas, ni en una competencia decibélica de pum pum pum, sino que —al margen de consabidas carencias— sea un verdadero acontecimiento, ligado a la historia, el buen gusto, la tradición, el sudor de las calles, el sacrificio de la gente, la distracción colectiva, el color, la variedad, el órgano casi extinto, el bienestar... y la vida, que seguirá siendo infinitamente más que un carnaval.