Para hacer honor a toda la verdad, esta es la historia de Minga y Claudia. Porque yo estaba allí. Y hasta confieso que influí un poco en el desenlace. Pero nada hubiese sido posible —como dicen en todo agradecimiento que se respete— sin la llegada de Claudia. Y la irrupción de Minga, por supuesto.
Minga —unos párrafos más abajo les cuento la razón del nombre— se apareció en el portal de la casa con una guapería un poco irracional para su tamaño (una pulga podía recorrerla en medio minuto y sin mucho apuro). Era una perrita tierna —aunque a mí me gusta casi cualquier cosa que «diga» jau—, pero en un concurso de belleza canina ni siquiera le hubieran dejado apuntarse.
Yo andaba de paseo por la casa de mi mamá, y aunque hubiese estado viviendo con ella, la respuesta sobre si me quedaba con Minga iba a ser la de siempre. Por puro milagro de no sé cuál autoridad celestial, ya ella tenía a Andro, un grandulón de andar medio atontado que se había robado el corazón de la familia.
Así que la petición de albergar a la pobre cachorrita no iba a prosperar. Conseguí que me permitieran servirle leche bajo la promesa de que no entraría a la casa, pero cuando recordé las características de quien estaba por hacernos la visita, concebí la primera parte de mi «macabro» plan.
Fue así como le puse Minga por nombre, para buscar la gracia instantánea de Claudia, la niña que estaba a punto de llegar y que gustaba del clásico cuento sobre las dos hermanas (Minga y Monga, espero que lo sepan). Y el efecto fue un éxito. Pero solo sobre Claudia, porque su mamá parecía contagiada por el virus que sufren casi todas las madres de quienes soñamos infructuosamente con tener un can.
«¡Alaba’o! ¿Y ahora qué hago? ¡Qué clase de embarque!», pensé. Y volví a sentir lástima por Minga, que seguía sin dueño. Y ahora también por Claudia que —como yo, pero con unos años menos— continuaba con la idea frustrada de criar un perro. Entonces se me ocurrió una idea casi fantasiosa, aunque era al menos un alivio para la conciencia. «¡Dale, Claudia, que vamos a encontrar un dueño para Minga!». Y allá salió la pandilla de tres almas en desgracia.
Hallar dueño para un animal doméstico es una misión algo complicada hoy en día, e intentarlo pasadas las diez de la noche en un pueblo rural en el que pocos deambulan «a esas altas horas de la madrugada» es casi ilusión de niños. Pero ya lo habíamos decidido, y Claudia confiaba en nuestra victoria como si hubiera visto el final del cuento.
No les demoro más la última línea. Aunque parezca el clásico happy end forzado, aunque crean que se trata de escribir la crónica perfecta y ya, aunque abran la boca y me digan desde lejos: «¡Apretaste!»… después de encontrarnos con varias carcajadas, alguna que otra explicación convincente que desembocaba en negativa y hasta a aquel que no comprendió nuestra situación y llegó a acusarnos de querer abandonar a nuestra protegida, una madre caída de algún satélite casi obligó a su hijo: «¡Cógela, pipo! ¡Vamos a tener una perrita!».
Y Claudia volvió la espalda después de que nos aseguráramos durante un rato de que Minga iba camino a su nuevo hogar. Con la seguridad y satisfacción de quien ha cumplido el más simple y primordial de los deberes, no se cuestionó el triunfo. Yo ni siquiera podía cerrar la boca. Ni siquiera pude evitar escribir de ello. Tuve que hacer la historia de Minga y Claudia.
Y pensé en los capítulos nunca escritos de cuando mi amiga Patry luchó una semana entera —incluso en los escenarios de Internet— por encontrar una familia para el desvencijado gato Federico. Y recordé cuando Marianela entró a la redacción buscando un responsable para aquel perro de pelea, estropeado, que yacía abandonado a unas cuadras de su casa. ¡Cuánta tristeza por las Mingas que andan por ahí aún! ¡Cuánta alegría porque no se acaban las Claudias!