Nunca me habían apretado tanto por el cuello, ni había sentido tan enorme gozo por una «asfixia» así.
Él dormía y apenas me vio se abalanzó sobre mi anatomía diciéndome la palabra más extraordinaria del mundo. Ella acaso también soñaba, pero pareció olvidársele la almohada porque salió a estrujarme la vida a esa hora del amanecer.
Llevaba un año sin verlos, un soplo de tiempo que se antojó un vendaval en mi reloj. Él apenas balbuceaba algún nombre cuando partí; ahora lo encontré envuelto en discursos increíbles que me hicieron reír. Ella no alcanzaba mi tetilla con su cabeza ni había leído El Principito; ahora la medí casi en mi hombro y la descubrí hablando de los planetas que dibujó el aviador-escritor en su prodigioso libro.
Formamos un trío para tejernos anécdotas, verdades, juegos, puentes... y así, sin darnos cuenta, el tiempo se nos llenó de metas y cocuyos.
Besando a mis retoños, embistiéndolos con mimos de todos los tamaños, se fueron disipando las escenas complejas que viví en tierras bolivarianas. Abrazándolos, reafirmé que aunque es hermosísimo el momento de volver a pisar la tierra que se ama —no ridículamente, como dijo el Más Grande de Cuba— no hay nada comparable a rozar nuevamente la mejilla de un hijo o a solearse con los rayos ultradivinos de los padres.
Comprendí a los que regresaron antes, quienes no hiperbolizaron cuando se les escapó la voz por el reencuentro o cuando se les empaparon las mejillas por el «te amo», soltado desde las profundidades.
Aquilaté las trampas del almanaque, que en 13 meses puede traer a unos y despedir a otros, transformar personas, tapar caminos, mudar puestos, agrietar calles, crear sembrados o dejar cosas intactas con el mismo signo positivo o negativo que tuvieron desde siempre.
Besando a mis hijos y a mis padres, pensé en las historias de otros, que no regresaron o no pudieron regresar por cuestiones del destino o del deseo. Aprecié mejor la obra de aquellos que marcharon a cerros, urbanismos, montes o desiertos y sus hechos no fueron lo suficientemente ilustrados, acaso porque los beneficios monetarios —medianos comparados con la inmensidad del esfuerzo cotidiano— se impusieron a la hora del recuento.
Y dije que algún día habrá que rescatar mejor la historia, no la historia mediática de proezas y estadísticas, sino aquella de fragores, conflictos, lágrimas, caminatas, literas, complicaciones y alegrías que se vive a miles de kilómetros de la casa nuestra.
Viéndolos en torno a mí, a él y a ella en sus estaturas bajas, a ella y a él en sus años muchos, saboreé como nunca el rocío que surcó mi cara, agradecí la confianza de los que me enrolaron en la hermosa aventura de trabajo, bendije la suerte incomparable del abrazo y del regreso.