Llevo dos días soñando con niños, hasta que despierto al aburrimiento: las rutinas, los cumplidos, deberes y conveniencias de los adultos, con sus cuentas sacadas. Y he deseado no despertar, hasta extraviarme para siempre en esos sueños…
Anoche se reanudó el folletín onírico, con una escena recurrente, sin progresión dramática: en una playa solitaria, mi nieta Lucía jugaba con otros pequeños, el silencio apenas quebrado por el lamer de las olas y la risa de los inocentes, que se pasaban de mano en mano una de esas pelotas que semejan el globo terráqueo. El tema era no dejarla caer en la arena.
En ese segundo capítulo del sueño, Lucía no comprendía las palabras raras de sus compañeros de juego, que suenan a abdulah, abdulah. Pero congeniaba con sus cuatro compinches a pura risa, con las señas universales de la ternura.
Me dije: estoy soñando, pero razono. Los compañeros de juego de mi nieta me resultaban conocidos. ¡Eran los cuatro niños palestinos despedazados días atrás por un misil israelí en una playa de la martirizada Gaza! Ya no sabía si habitaba el sueño o la realidad, y traté en vano de rescatar a Lucía de la escena… cuando desperté.
Esta mañana volví a las crueles reglas de este mundo de mierda. Lo que salta sobre las playas no son cándidas pelotas ni aviones de papel, sino bombas de fragmentación y misiles. Recorrí las estadísticas de la ofensiva israelí sobre Gaza, que ya sobrepasa a Guernica. Y entre tantas palabras baldías para justificar lo injustificable, emergen los cadáveres de cientos de niños.
Así llevamos días los terrícolas, acostándonos y despertando como si nada sucediera, en medio de una verdadera pesadilla. Y los niños blancos de los misiles y los tanques israelíes son apenas cifras sin rostro, mientras abrimos el refrigerador y bebemos agua fría o accionamos un artilugio electrónico.
Así hemos crecido y envejecemos, a costa de niños muertos que nunca llegaron a estampar una firma con su nombre ni a procrear sus hijos, ni recibir un título que no sea el de los olvidados, porque el disfrute y tanto hedonismo necesitan de la amnesia. Niños calcinados en sus juegos. Niños de Auschwitz y Corea, de Hiroshima y Vietnam, de Iraq y Afganistán. Niños de Palestina que no cesan de avergonzarnos, como una macabra ofrenda a la sinrazón.
Pero las noticias a veces traen milagros, como para no extraviar la esperanza. En el hospital de Deir el Balah, en Gaza, los médicos descubrieron un latido lejano en el vientre de una gestante asesinada por un misil. Y mediante cesárea al cadáver, pudieron salvar a la bebé, que se batía por la vida en la incubadora de una terapia intensiva.
¿Sobrevirirá la pequeña al horror de Gaza, para hacer justicia a su madre algún día, en un mundo sin apetencias y hegemonías, solo con la tierna geopolítica de un beso y una caricia? Por lo pronto, seguiré soñando una playa limpia y silenciosa, donde Lucía riegue como pólvora su risa, y sostenga en el aire, sin dejarla caer, una pelota como globo terráqueo.