Defiendo que en el deporte (como en la vida) todo es cuestión de amor. Generalmente no nos enamoramos de quien solo cocina con excelencia, baila el mejor casino del mundo o alcanza infaliblemente las mejores calificaciones académicas. Puede que alguno de esos atributos esté en la persona amada pero, indudablemente, no define nuestros sentimientos.
Igual me ocurre con el deporte. No puedo renunciar a mi Güira de Melena, mi Artemisa, mi Cuba o mi Latinoamérica aunque estén en el fondo de la tabla de posiciones y con sentencia dictada desde el inicio, aunque lo mejor, lo perfecto, el gran talento no quede del lado de acá de la barrera sentimental que me define casi todo.
Por esa razón —a prueba de que me tilden de chovinista empedernida—, no entiendo a un santiaguero que prefiera a Industriales o a un cienfueguero que se decida por Matanzas. Y aun en esos casos, casi lo perdono. Porque ambos equipos son de Cuba.
Pero este Mundial de Fútbol me ha dejado atónita, confundida, «en guerra» con muchos (amistades, familiares y hasta comentaristas deportivos). Quizá cuatro, ocho o 12 años antes no reparé en las preferencias de quienes me rodeaban. Primero, por mi corta edad. Y segundo porque entonces no existía el creciente espíritu futbolístico que cada vez se proclama en Cuba con más energía e intensos modos de demostrarlo (al punto de que ya muchos lo estudian como fenómeno sociocultural, a pesar del criterio de los más conservadores).
Pero, como si no fuera poca «herejía» soñar más con el fútbol que con nuestro invencible béisbol —y no hay que sacarles tarjeta roja por ello—, hay quienes menosprecian concienzudamente al que se practica desde el río Bravo hasta la Patagonia.
Es increíble que muchos defiendan aún que el fútbol no es cosa de latinoamericanos. Y sé que la historia de los goles puede favorecer esas creencias (casi convertidas en certezas y leyendas de maquinarias y mecánicas). Pero ¿quién no se permite soñar, creer, apostar por lo que pueda parecer más difícil, estar del lado del corazón que tenemos los que habitamos el hemisferio de zurda?
No sé si será cuestión de orgullo. Si así fuese, no se trata del orgullo miserable y engreído, sino del que reafirma lo propio, el vino del patio. Ese que, si sale agrio, también seguirá perteneciéndonos y deberemos defender, no por resignación y empecinamiento, sino porque corresponde a nosotros el desvelo para que tenga un sabor maravilloso.
Por eso, entre risas y brillo de felicidad en los ojos, fui feliz cuando a alguien le preguntaron en medio de esta fiebre de goles y tiempos extras: «Y tú, ¿de quién eres?». «¿Yo? ¡De Cuba! ¿De dónde voy a ser?». Aunque suene a chiste, a utopía, a obstinación, a futuro.
Sin embargo, mientras llega el momento de este caimancito beisbolero (también en espera de revitalizar su juego pasión) en una cancha de Mundial de Fútbol, sé que quien defiende la tradición, la patria grande y el amor por nuestra historia, estuvo del lado de los equipos latinoamericanos y habrá creído en la victoria. Ese se resistirá a caer en la tentación de los amigos que creen que el fútbol es cosa de Europa. ¡De zurda, de zurda, vamo’a pegarle de zurda!