Pido que no me reprochen la reflexión medio gramatical o lexicográfica de hoy. Quien empezó a leer esta columna desde la primera vez, ha de saber que pretendo desvestir delicadamente la indisciplina que carcome la salud de nuestra libertad. Como sustantivo abstracto, la libertad parece una dilatada planicie para actuar. Dicen ustedes libertad y la voz alarga y ensancha la última sílaba en un creciente sonido que solo se apaga cuando quien la pronuncia pierde el aire: libertadddddd…
Tal vez haya forzado los términos del vocabulario. Lo admito: mi error es consciente; lo he cometido con un propósito. Por ello maticé mi criterio cuando dije que la «libertad parece», porque, enjuiciando rectamente, también podemos alargar hasta el ahogo la palabra pero: peroooo…
He dicho pero, sí. Porque si la libertad parece otorgarnos en su semántica abstracta la patente para obrar hasta cuando nos cansemos, en el plano social hemos de juzgarla como relación armónica entre dos o más personas. Hemos, pues, de pronunciarla como término concreto y vinculado a la pluralidad. Libertad. Esto es, capacidad de actuar con los límites que impone la existencia del otro.
Algunos —¿o muchos?— de nosotros estamos apareando como sinónimos a libertad y libertinaje. ¿Dónde no está presente la quiebra del ejercicio humano de la libertad? Desde precios alterados, hurtos de mercancía, hasta choferes de ómnibus que se asemejan a aquellos músicos populares de mi infancia que, después de cantar «Te sigo amando, voy preguntando», pasaban entre los pasajeros un jarrito o el sombrero. Ahora vemos a algunos choferes que cuando el viajero sube, extienden la mano para que, en vez de en la alcancía, la moneda caiga en el cepillo. Cualquiera podría decirle: no te apures, mi’jito; todavía no has cantado. Que cante mejor la alcancía, tiiiiiin…
El problema es mayor, lo sé. Me he quedado en lo más común y elemental. He dejado afuera la indisciplina en el trabajo; en las finanzas; en los servicios de variada índole; en la convivencia; en el urbanismo, cuya exigencia hasta ahora solo la hemos oído, porque uno invoca la acción cuando recorre esas calles del Vedado —ya no vedado— donde las líneas de fachadas se han extendido hasta la acera mediante un improvisado y liberal techo debajo del cual guardar el carro.
Sugiero, llegado al final, atenernos a un principio: la libertad termina donde comienza la de mi semejante, vecino, compatriota. Lo contrario es el desparpajo del libertinaje. Y qué diremos de leyes y organismos que parecen —digo parecen— disfrutar de ocio complaciente… Ese sería, ¿otro cuento?