El problema principal del debate entre ciertos cubanos radica en que desde sus inicios cambia de ropas, como Clark Kent cuando se desviste en Superman. De lo mesurado o lo enérgico transita a lo violento. Y el que va a responder un criterio yergue su pecho, alza la voz y declara para todo el orbe: Tú estás equivocado; soy yo quien tiene la razón.
Solemos no escuchar. Y casi ni «leer». Tantos años de experiencia me han confirmado que cuando uno emprende la lectura de un texto a veces no lee lo que está dicho, sino lo que quiere leer. Eso en el caso menos infeliz. Porque a veces, algunos, al leer un texto correcta e inteligentemente escrito, lo tachan de literatura, elogian el estilo de quien lo firma y enseguida pronuncian la fórmula pontifical: Pero usted no dice nada; solo habla bonito… El que sabe y dice claramente soy yo.
El problema es que a veces no saben leer para comprender, ni tampoco saben escribir para debatir. La esencia se halla en que polemizan no con lo que está escrito, sino con lo que entendieron de lo que el otro quiso decir. O con lo que quieren que el otro hubiese escrito. Complicada psicología la de algunos objetores de conciencia, esos que creen que cualquier sitio es un Hyde Park donde alzar la carpa para decir lo que se les ocurra de las cosas y los hechos, y sobre todo burlarse de aquel que no piensa igual.
También dan una vuelta por nuestras esquinas, salas de reuniones y pantallas digitales esos que se estiman invitados a reírse a costa de las ideas o criterios de cualquier prójimo, y llenan de papeles sucios el patio ajeno: invenciones, calumnias, manipulaciones, insultos, desconocimiento. Tienen tiempo. Mucho tiempo. Por lo cual uno supone que cobran una jubilación suficiente para perder el día, o les pagan. O aspiran a cobrar por pastar como dinosaurios sobre el crédito ajeno.
Y qué propósito implica el debatir. En racional ejercicio, el debate ha de pretender encontrar la verdad, o lo más justo y conveniente. Aunque uno no haya leído mucho, como Rilke, sí pudiera decir, por lo menos, que ha leído para aprender a entender y para aprender a debatir. La biografía de Benjamín Franklin, que leí entre los 23 y 25 años, me enseñó que nunca digas en una discusión: No estoy de acuerdo contigo. Di, en cambio: Yo tengo otro punto de vista. Respetando al otro es la manera más provechosa y respetuosa de polemizar por la verdad, en particular la verdad política, tan frágil, tan expuesta a intereses económicos, de partidos, a posiciones de clases y a mercenarismos.
El debate es un camino largo. Tan largo, al decir de un verso, como si se engancharan todas las ideas del mundo, y quizá mucho más. El aprendizaje del debate, igualmente, es largo, tan largo como la lengua maldiciente e irrespetuosa que empieza a perder el litigio casi acabado de enunciarlo.