Sancti Spíritus, abril de 1961. Pilar Orama, una guajira robusta, madre de 14 hijos, todos sanos y fuertes, siente un vendaval frío entrar por la ventana de la cocina. Su cuerpo se estremece. Todos los pelos se le ponen de punta. Un mal augurio llegará a La Güira, caserío desparramado entre el lomerío de Banao y la Sierra del Escambray. Nunca se equivoca cuando de presentimientos se trata. De golpe, siente como si la cabeza le diera vueltas. ¡Han matado a su querido Ángel Guerra Orama!
Nadie puede creerlo. Todos van y vienen. Los hermanos mayores con las manos en la cabeza corren bajo las matas de mango en busca de respuesta a ese dolor que tira hacia fuera el corazón. Las mujeres se amontonan a los pies de la madre que, desde el primer soplo de viento, perdió la vista hacia el lomerío. Lúa, como todos conocían al joven Ángel, de 28 años, abandonaba la tierra de los mortales, pero con la dignidad de morir en las arenas de Playa Girón.
La incertidumbre aumentaba a cada segundo en la casa. Más de una versión del suceso era comentada por los vecinos que se arrimaban para consolar el dolor de la familia Guerra Orama. Dos de los hermanos, tras la decisión del padre, Andrés, tomaron rumbo hacia el lugar de los hechos, un paraje desconocido cuyo nombre nunca se olvidaría. Y quizá, entonces, jamás pudieron pensar que permanecería grabado en la mente de todos los cubanos. Girón será por siempre uno de los sucesos más importantes de nuestra historia.
El reloj marca el tiempo justo para que todo el caserío de La Güira divise desde lejos el carro portador de la confirmación de la noticia. Ya no había vuelta atrás. La muerte se había colado en la casita humilde de tablas y techo de guano testigo de la despedida hecha a uno de sus hijos: Ángel, el amoroso Lúa, cuando decidió incorporarse a la Escuela de Milicias. Ella sabía todos los secretos del joven soñador, siempre distinguido con su perfecta barba y su boina o su sombrero alón; conocía de sus cuatro visitas al Turquino, y de aquella última cuando prefirió pasar la Nochebuena junto al busto del Apóstol; y de cuando regresó orgulloso de compartir con «Piti» Fajardo, luego de ser designado para dirigir a más de 60 hombres en la Limpia del Escambray, porque el dominio de los intrincados parajes era decisivo para obtener la victoria. Allí, donde el piso de tierra acogió a los 14 hermanos en los insospechados juegos, prometió viajar hacia la URSS para estudiar una carrera militar.
Los dos hermanos bajan del auto. Las miradas permanecen clavadas en el piso. La imagen destrozada del amigo los golpea. A Ángel y algunos de sus compañeros de lucha los había alcanzado el proyectil de un avión enemigo disfrazado con la bandera cubana, en el camino a Playa Larga.
La familia se concentra como cuadro apretado para sentir menos dolor. Es imposible. Todos se desvanecen. Los más chicos miran consternados. No entienden, pero saben que algo devastador ocurrió.
Las lágrimas y los suspiros no se equivocan. Vienen los amigos, vecinos, los intrusos que husmean por las rendijas de las tablas. Nadie se atreve a alzar la voz. Varios milicianos llegan de todos lados para despedir al colega de cientos de anécdotas.
Aparece la hora de la despedida final. Un susurro se desplaza como hilo por las montañas. A cientos de kilómetros se celebra la victoria de la gran epopeya y se honra a todos los caídos. Ángel no murió en vano. Todos lo saben. Es lo único que apaga un tanto la terrible aflicción.
Sancti Spíritus, abril de 2014. La Güira ha cambiado de color. Las casas aumentaron. El médico toma el primer sorbo de café hecho por una guajira que recuerda siempre, en este mes de abril, aquellos días en que la familia Guerra Orama sufrió una «desgracia», nunca lo olvida y se encarga de que nadie lo haga. Tío Lúa vive en ese lomerío empinado al borde de la carretera.