En el verano de 1978 estaba en Medellín, Colombia, reportando para JR los XIII Juegos Centroamericanos y del Caribe. Me hospedaba en el céntrico hotel Nutibara, donde cantó Raphael en uno de los días de mi estancia. Recuerdo que la prensa local lo acusó de que se le iban los gallos…
Y a mí se me ha ido el tino, porque es otra la historia que quiero contar. Vuelo al Nutibara, abordo el elevador y me sonríe un señor con cara bonachona que aparentaba estar cerca de los 70 años. Cordialmente se presentó como ciudadano norteamericano y, al percatarse por mi indumentaria deportiva de que era de Cuba, señaló a la chica que estaba a su lado —y que no parecía exceder en mucho la veintena— para presentármela así: «Ella es mi esposa. También es cubana».
Le hice alguna pregunta trivial a la joven y después de su respuesta, comenté: «Cubana y camagüeyana».
Puso cara de haber sido sorprendida en falta y no habló más. Solo asintió con la cabeza. Vaya usted a saber qué habrá sospechado ella de mí, pero las otras dos o tres veces que la vi me esquivó con nerviosismo.
La anécdota, ocurrida en la ciudad colombiana de la que se ha dicho que es donde mejor se habla el español, es para saltar a Camagüey, donde más de un alma todavía anda de festejos por su torta de 500 velas encendidas el segundo día del segundo mes del año.
Porque los camagüeyanos, o al menos la mayoría, tienen una forma particular de hablar, que los distingue del resto de los cubanos. En los años 70 y 80, y un poco también en los 90, iba con mucha frecuencia a Camagüey y me gustaba oír hablar a sus habitantes, especialmente cuando conjugaban los verbos en segunda persona.
Allí, donde una barra de dulce de guayaba es invariablemente de conserva, donde no existe la carnicería sino la matazón, y donde el vocablo «negocio» a veces se usa como sinónimo de etcétera, existe una entonación que resulta agradable al oído.
Si Matanzas es la Ciudad de los Puentes y Holguín la de los Parques, Camagüey —además de ser la de sus célebres tinajones— bien podría considerársele la ciudad de las plazas, las que entonan muy bien con el trazado irregular de sus calles y en las que no solo se han extraviado piratas de antaño, sino también habaneros contemporáneos.
Luego de este bien puesto medio milenio, la ciudad se apresta a vestirse de gala el cercano 23 de marzo con otra efeméride: el bicentenario de Gertrudis Gómez de Avellaneda. De modo que es ocasión exacta para recordar que entre las tantísimas cuartillas que llené en la tierra de El Mayor, las más curiosas tienen que ver con Tula, la célebre y encantadora poetisa.
Aclaro que el mérito no es mío, sino del historiador Silvio Betancourt Agramonte, quien realizó una investigación y la puso en mis manos. Sin más intriga, se trata de que había encontrado en el Archivo Histórico de Camagüey el testamento de una segunda pero anterior Gertrudis Gómez de Avellaneda, nacida el 3 de mayo de 1809 en Santa María del Puerto del Príncipe.
Investigó más Betancourt Agramonte hasta lograr los hallazgos que lo llevaron a asegurar que se trataba nada menos que de una hermana homónima de nuestra Tula, hija del mismo padre, Don Manuel Gómez de Avellaneda. Si le interesan los pormenores, le doy la fecha de publicación de aquel trabajo, que titulé Original y copia de Gertrudis Gómez de Avellaneda: 19 de septiembre de 1989.
Otra curiosidad en cuestión de nombres, y también vinculada con la tierra del Mayor, es la existencia de una asociación con nominación tan original como extensa: Unión de camagüeyanos revolucionarios y fidelistas residentes en la capital. Se trata de una aguerrida y querida tropa que ha tenido como alma a Manuel Lefrán.
Pertenezco a esa «larga entidad» porque, aunque he vivido mis seis décadas en La Habana, nací en Camagüey el 2 de enero de 1952, en un humilde barrio, al que de forma secreta rendí homenaje con una sección de ajedrez que, con frecuencia semanal, publiqué en Juventud Rebelde hace más de 20 años: Torre blanca.