Ser madre constituye una de las más lindas bondades ofrecidas por la naturaleza a la mujer. Desde niñas nos imaginamos cómo serán los hijos, los nombres que les pondremos y qué tan bien los educaremos, y mientras jugamos a las casitas asumimos el futuro rol.
Pero, ¿cuánto puede cambiar la historia una vez convertida en realidad? ¿Somos siempre conscientes de la dedicación y amor que requiere asumir la maternidad? ¿Están siempre las futuras madres preparadas para dejar de pensar en ellas y entregarse por completo a la «siempre pequeña» criaturita?
Días atrás pude comprobar cuán infeliz puede ser la vida de una infante, cuando la madre que «le tocó» no repara ni un segundo en la responsabilidad y obligaciones que debería enfrentar al decidir traerla al mundo.
Compartía yo con algunos amigos en Coppelia, cuando las injurias de alguien hacia su hija provocaron que volteáramos la cabeza. Ante un descuido de su niña —de unos cinco años— utilizaba para regañarla los más insólitos gestos y palabras con que alguien podría dirigirse a una pequeña.
Obscenidades, gritos, golpes con los puños cerrados en el pecho y frases que por vergüenza me niego a decir, eran repetidas una y otra vez por esa ciudadana —decirle madre no me parece correcto.
¡Qué formas!, pensábamos todos. ¿Quién necesitaba más tratarse con un especialista?, nos preguntamos, al tiempo que tratábamos de imaginar cuán difícil debía ser la vida de esa pequeña, pues si escenas como esa se podían visualizar en medio de Coppelia, ¿qué podía esperarse dentro del «hogar»?
En la misma mesa, junto a los dos personajes de esta historia, había un muchacho que al parecer andaba con ellas y no hacía más que pedirle a la muy alterada señorita que tuviera calma. Es difícil imaginar que fuese el padre de la desgraciada niña, pues permitía que la trataran de ese modo.
Educar con amor es y será una medicina sumamente efectiva. Cuando se es niño son muchas las cuestiones que no se comprenden, pues se carece del entendimiento que más tarde ofrecerá la vida. Sin embargo, ello no es motivo para lastimarlos o avergonzarlos. Traerlos al mundo es responsabilidad únicamente de los padres, y las decisiones erróneas que se hayan tomado en el pasado no deben por ningún motivo repercutir en ellos.
Mientras escenas como estas ocurren, miles son las parejas que sufren por no poder concebir un hijo y gozar de la felicidad de verlos crecer. Esa paradoja siempre trae a mi mente dos viejos refranes: «Dios le da barba a quien no tiene quijada» y «Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde».
Amar a los hijos, cuidarlos, enseñarlos, verlos crecer, asumir sus problemas como propios, son maneras que ellos nos devolverán con el tiempo y que no deben para nada confundirse con comprarles lo más caro o gastar la vida propia complaciendo sus gustos a ultranza, pues el resultado puede ser muy similar al del viejo Andrés que, como sabemos, murió solo.