Ahora es un grito de la moda, pero cuando era un «chama» me parecía horrible. Verdad que no eran tiempos de melenas, y mucho menos de tintes y «pinchos», pero de todas maneras pelarse a la «malanguita» era un sacrilegio.
A estas alturas todavía no comprendo de dónde nació esa asociación entre desalojar de pelos la cabeza dejando solo un montículo en el frente —cual superpoblado cayo en el medio de un océano— y el alimenticio tubérculo.
Y aunque de seguro tiene su explicación, creo que conocerla tampoco me hubiera librado de la angustia de verme obligado a llevar —por órdenes de mi madre Juana, que debía cumplir sin excusas ni pretextos— un estilo de peinado que me señalaba como un muchacho al que se le había «ponchado» el crecimiento.
Lo cierto es que el viejo Félix, el fígaro del barrio, no era culpable de que por razón del maldito corte yo lo mirara con ojeriza. Más bien era un señor cuya amabilidad se desparramaba, de tanta, en aquel cuerpo endeble y parsimonioso, que concentraba toda su energía en unos dedos que manejaban con asombrosa destreza las amoladas tijeras... y la terrible maquinita.
Eso sí: con Félix había que armarse de mucha paciencia. ¿O será que se demoraba a propósito para alargar mi calvario? «Adiós, Félix». Y el musical chick, chick, chick de las tijeras se enmudecía de inmediato porque Félix, mirando por debajo de los espejuelos, como toro listo para embestir, tenía que hallar de dónde provenía el saludo, uno entre las decenas que interrumpían su faena.
Igual, ese era el justo momento en el que Félix hacía sus mandados aprovechando la proximidad de su barbería con la bodega La constancia, nombre que debió también tomar su establecimiento, para hacerle honores a sus muchos años de experiencia que le posibilitaban pelar casi por inercia.
Y no solo a sus años en el negocio de la barbería, sino a su modo sui géneris de amar, porque Félix también se hizo famoso en tierra tunera por dejar plantada a una muchacha con la que novió por tres décadas, quien fue testigo del envejecimiento de su enamorado mientras a este no se le ocurría nada más interesante, estando a su lado, que leer la prensa. Solo Dios sabe cuántos asientos de pajillas hubo que cambiar por su «tenacidad».
Así, dejar plantado se convirtió en una especialidad para él. Me parece estarlo escuchando: «¿Qué llegó a la carnicería?», preguntaba al primero que pasaba, y allí me «olvidaba» en el sillón, medio ahorcado con el paño pulcrísimo, blanco como coco, con el cual impedía que me llenara de pelos.
Bueno, como un coco seco a medio pelar quedé en esa ocasión durante la cual detuvo una y otra vez el camino que había comenzado a desbrozar en esta cabellera, que «como pelo pasa», para realizar otros quehaceres con inusitada calma. Entonces recuerdo que daba cuatro tijeretazos y abandonaba la barbería... hasta que un apagón le imposibilitó terminar una tarea que daba la impresión de que jamás acabaría.
Sí, al otro día no hubo más remedio que levantarse a las seis de la mañana para que Félix arreglara el desastre, pero ese fue el tiro de gracia que me libró del entonces anticuado rapado que me hacía el hazmerreír de mis compañeros de escuela, aunque nunca más encontré otro sitio donde escuchar los más increíbles chismes e historias de barrio.
Y pensar que ahora muchos añoran las variantes de ese pelado. Pero Félix estaría perdido como cuentapropista si tuviera que vérselas con la pericia y el arte de expertos como Pipo, el mago de 70, en Playa; o el preciosista Joel, muy popular en las cercanías de la Plaza Maceo, en Camagüey, quienes han comprendido que en un trabajo como el que ellos realizan, lo que más importa es la satisfacción plena del cliente.