Ese día mi jornada concluyó algo más tarde de lo normal, pero había sido feliz, y me había sentido dichosa, querida: por fin había compartido con mis amigos, fotos de la ceremonia de mi casamiento, de mi luna de miel «al natural» y de mis peripecias vestida de novia en el Pico Turquino; sí, allá mismo, en el Techo de Cuba, donde se alza en bronce mi Martí idolatrado.
Absorta en cada una de esas recientes emociones me encontraba en aquella parada de ómnibus de Santiago de las Vegas cuando finalmente apareció a la vista de todos la ruta 473. Al subir, me senté junto a unos niños ataviados con el quimono de algún deporte de combate. Me resultaron graciosos e intercambié algunas palabras con ellos. Eran las ocho de la noche, en 30 minutos más estaría por fin en casa —pensé. Así debía ser, pero no lo fue.
Justo en la mitad de mi recorrido —exactamente en el reparto Sierra Maestra, perteneciente al municipio capitalino de Boyeros— un estruendo, un doloroso golpe en mi mejilla y un nuevo estruendo me hicieron agacharme en el pasillo de la guagua convertida en un manojo de nervios. Habían apedreado la ventanilla del ómnibus justo en el lugar donde me encontraba sentada. Los fragmentos de cristal cortaron mi rostro y alcanzaron también el ojo derecho de uno de los niños.
El papá del pequeño —acaso movido por ese arrojo desenfrenado que suele apoderarse de los padres cuando sus hijos peligran— tuvo la valentía de bajarse de la guagua en busca de alguna señal que le indicara el o los criminales responsables de aquel acto atroz, pero nada ni a nadie vio.
Con el susto, increíblemente, apenas sentía yo dolor alguno, pero el abundante sangramiento alarmó a todos y, casi a gritos, le pidieron al chofer que dirigiera el vehículo con prisa al policlínico de Managua.
Al llegar, el equipo médico de guardia acudió en pleno a recibir a los heridos —que éramos solo dos— y con suma urgencia tomaron las decisiones necesarias. Solo recordar ese momento para poder describirlo en este espacio, me nubla de lágrimas los ojos. ¿Cómo olvidar el tacto con que el enfermero Liván Vega Duarte calmó mi desconsuelo ante la noticia de que la herida «llevaba puntos», y su promesa de que me haría «un trabajo fino» para que no me quedaran marcas?
¿Cómo olvidar el gesto solidario de la joven Liz Oliva Fernández, estudiante de Periodismo que, sin conocerme, no dudó en utilizar el poco crédito que quedaba en su teléfono celular para localizar a mi familia —y los cubanos sabemos la tamaña prueba de desprendimiento que esto significa—, la ternura con que me apoyó en un trance tan amargo, su mano sosteniendo la mía cuando suturaban mi rostro?
¿Cómo no recordar la actitud protectora de Alberto —a quien tampoco conocía— tras el hecho vandálico, la prontitud con que me ofreció su pañuelo para contener la sangre brotando de la herida y su resuelta disposición a permanecer a mi lado hasta que llegara mi esposo?
Tales experiencias me hicieron sentir menos desdichada en medio de aquella dramática circunstancia. Y luego, en los días de reposo, el afecto con que mis compañeros de trabajo insisten en que lo más importante es mi recuperación —sin reparar en las horas extras que implica asumir mis tareas— y el cariño profesado por mis amigos, arropan mi espíritu, levantan mi ánimo y motivan estas líneas de gratitud.
Pero hay algo más que debo incluir en este recuento, y es la alerta sobre el peligro de que hechos como estos se vuelvan cotidianos.
En el incidente no hubo que lamentar víctimas fatales. Milagrosamente solo fuimos dos los afectados. Por mi parte, un hematoma temporal y una cicatriz física y psicológica que me acompañará por siempre es el saldo de mi lesión, mas no sé qué habrá ocurrido con el ojito derecho de aquel pequeño campeón. Y por más que lo intente, no dejo de pensar en la tragedia que habría acontecido si alguna de esas piedras hubiera golpeado la cabeza de cualquiera de los que viajábamos en la ruta 473.
Recuerdo que, en medio de la confusión, alguien en la guagua comentaba: «Esto nunca se había visto». Y es cierto. Pero, en efecto, ocurrió. Y con prontitud debemos alertar y hacer todos, desde los órganos del orden interior hasta las familias y las comunidades, para que no sean la maldad y la violencia, sino la tranquilidad, las dueñas de nuestras calles, y para que sigan siendo seguras, como hasta ahora, nuestras noches.