Sobre la música de mis 22 años, podría confesar que oí todo lo de Nino Bravo; ese que gritaba por Noelia, o que llevaba un beso y una flor por equipaje. Qué dramáticamente cursi fui cuando mi corazón alcanzaba el punto del caramelo releyendo las cartas amarillas de tantas palabras nunca dichas. Podría añadir haber sintonizado algo de Schumann —romántico y clásico—, y de Lecuona y Ankermann, de Sindo y Delfín, de todo ese lirismo cubano desde donde pestañea el cocuyo de la nostalgia por lo que uno no ha vivido junto a la damisela encantadora o a la flor de Yucayo la bella, sufriendo las penas que a mí me matan sobre el tronco de un árbol en cuya corteza caben también nuestros nombres. O escuchar bajo la ventana de Luz Vázquez si no te acuerdas gentil bayamesa que fuiste vecina de pelo negro y ojos límpidos del Padre de la Patria.
También Gardel, en particular en aquella canción, o tango canción, sobre la mujer que moría en mis brazos cerrando los ojos en la emigración injusta mientras el mundo seguía andando y yo esperando el día que me quieras...
Pero de mucho más allá y acá de mis nunca bisiestos 22 años, arrastro un fonógrafo plural. Gira solo con el viento de una voz que resuena como si fuera todas las voces. Una voz pasquín pegada a todos los postes de nuestra existencia como pueblo. Timbre insólito instalado en cada casa como atalaya mística de todos los tiempos. Los cubanos, sea dicho en tan honroso plural, sentimos al escuchar esa voz como un rebrote del sol y la lluvia, del azul y el verde del paisaje insular. Experimentamos el resplandor de la llama y de la sangre, de la cordialidad y de la independencia de nuestra historia. Tan vigente está que cualquiera puede preguntar: ¿dónde canta hoy?
Intuitivo, rítmico, descoyuntado, achispado ahora y enseguida chispeante, él encarna la expresión sintética de toda la crónica de la música cubana. Desde lo campesino a lo bailable, desde el cabaret hasta el teatro, desde el salón hasta el barrio. Ustedes lo saben: lo evoco hoy, porque en cualquier momento su nombre merece el humo de la gratitud y el olor del recuerdo. Nadie como él ha podido captar la esencia popular, ni convocar la sensibilidad con movimientos improvisados en la ciencia del oído y en una originalidad cerrada bajo un código sin contraseñas.
Sentimentalidad y frenesí sobre la misma tarima, en el mismo minuto, podía haber dicho lo cubano soy yo, y en mí naufragan o despegan la alegría y el dolor, el amor y el despecho, el desaire y la contención. Pudo haberlo dicho sin ofender la modestia y sin deslizarse por la desmesura tan recurrente en nuestro carácter nacional.
Fue, ante todo, un músico pobre y generoso. Deambuló por bares y esquinas, poniendo su sombrero ante el trasnochado buscador de la felicidad, para recibir unas monedas, como un antiguo juglar o trovador. En 1953, empezó a crecer en las aspas de la fama para tocar la punta del palo encebado de la gloria: articuló el formato jazz band del grupo que, en un decir compañero y familiar, llamaba La Tribu.
En lo adelante, bastarán diez años para que plantara su leyenda en la placenta de la nación. Y ha sido el paño donde se enjugan sensaciones disímiles: la felicidad y la pena, la decepción y la esperanza. Ningún músico cubano —en país de músicos suficientes e inspirados— ha concentrado sobre su recuerdo tanta añoranza y tanta certeza de la presencia de lo que no se toca ni se ve: solo se oye. En la cauda de su voz choca el agua de la vida contra la piedra, y en la espuma se entrelazan la melancolía y el sueño, lo temporal y lo eterno.
Desde mis 22 años, él ya viviendo su muerte, incluso mucho antes, y ahora cuando ciertas orquestas y cantantes han soslayado la música para priorizar el ruido, deformando lo más humano de los seres humanos, todavía hoy espero que su voz descienda en su trono de nubes y luces, y con su garganta, su cachimba nos diga, como en un juicio final: Elije tú, que canto yo.