Tal vez sí. O quizá no. ¿Quién sabe si sea cierto que su voz está apenas dormida en dos cilindros de cera, aguardando una fecha para sorprendernos con frase desconocida?
Es posible que él y Thomas Edison se hayan encontrado en el bullicio de Nueva York y decidieran que una expresión del genio del pensamiento debía registrarse en un aparato del genio de la inventiva para esperar un futuro que a ambos les era demasiado familiar.
Hay quien sugiere, para dejarnos más golosos de la esperanza, que la jornada haya sido aquella sublime y única del 24 de mayo de 1893 en Hardman Hall, donde Rubén Darío estuvo a su lado en discurso patriótico con talante de alumno emocionado que en un abrazo recibió este saludo:
—¡Hijo!
Un fonógrafo: en esta época de máquinas inteligentes y otras no tanto, doy ahora mismo mi reino de ansias por un fonógrafo, uno que tiente con imanes de reverencia esos perdidos cilindros de histórica geometría, hechos con la cera precisa de la virtud.
Quiero escuchar a mi Delegado y que su voz, habitual vehículo de los intrépidos, me haga en la masa de las chavetas un puesto de simple tabaquero, un sitio de patriota arrobado frente a su manantial de timbre inédito que, si tatuaba el alma de los hombres, qué no podría hacer con un aparato hecho precisamente para grabar.
Así como le conozco a él sin verle, sin escucharla sé de memoria su voz de padre: noble el acero, lisa la cumbre de autoridad. Su voz, raro arcoíris que incluye el negro y no niega el gris. Es la música hablada que Gabriela Mistral, aun sin oírla, ponderó porque siendo viril seguía tan dulce. Así como ella, yo quiero más.
En todo caso, Edison habría tenido por aquel poeta muy lector de la ciencia, más que adicto a la Patria, la cómplice admiración que era de esperar. La que conmovió a Bernardo Figueredo al ubicar su timbre un tanto en la viola, un tanto en oboe. El genio estadounidense tendría, al grabarlo, un asombro parecido al de los campesinos sin escuela y los mambises sin letras que, no más escuchar al Delegado, se rindieron sin condiciones a su palabra.
Es la atracción de Darío, que mucho después del único encuentro y de la muerte de su Maestro que él reseñara en azul protesta, describió a aquel amable león «…que pudiendo desjarretar, aplastar, herir, morder, desgarrar, fue siempre seda y miel hasta con sus enemigos».
Por eso es que coloco este cartel: se busca una voz de la justicia, prófuga (que no al revés); una voz ya demasiado ausente de las orejas de su Isla. En efecto, señor Martí, queremos más que sus escritos, más que su pensamiento inquieto y sus personales objetos que son tan nuestros.
Queremos su voz, y fuimos a pedirle ayuda al mismísimo Edison, un hombre muy sabio, según se dice. Y si falla la ciencia, para llenar cilindros que la devuelvan las abejas de Cuba, cual si fueran laboriosos tabaqueros, harán cera nueva con la miel de su causa. Esta vez no quedaremos sin escucharle.