Nos reconocemos unos a otros de muchas formas. A cada individuo corresponden una serie de características combinadas para conformar su físico y su personalidad. Ellas nos ayudan a diferenciarnos y a crear lo que llamamos «identidad». Esa identidad estará influida por nuestra crianza, los valores que nos hayan inculcado, el lugar donde crecimos, los sitios que frecuentamos, los libros que leímos y leemos, nuestras amistades y familia.
La sociedad está influenciada e influencia a su vez a los seres humanos que a través de su interacción la conforman. La cultura es, para una sociedad, como ese grupo de características que a nivel individual nos definen. La cultura, indivisible de la identidad, subsumidas una en la otra, es nuestro sello, lo que nos hace cubanos, únicos e irrepetibles. Hablar de cultura es hablar de tradiciones, valores arraigados, idiosincrasia. Cuando hablamos de cultura estamos incluyendo en ella al patrimonio —tangible o intangible—, a las artes, a la educación, y hasta nuestra manera peculiar de hablar y de expresarnos extraverbalmente. Cuando hablamos de cultura estamos refiriéndonos a los carnavales de La Habana, casi perdidos, a las parrandas de Remedios, a la carretera de La Farola.
La cultura, abarcadora, trepadora y líquida, se filtra en la sociedad, en la política, en la economía, en los barrios. Cultura es el legado de Alejo Carpentier y Víctor Manuel, Virgilio Piñera y Rita Montaner, José Martí, Antonio Maceo y Camilo Cienfuegos. Cultura es el legado de la colonización, de la República y es, sin dudas, el resultado de más de 50 años de fabricación y conformación de una sociedad alternativa al capitalismo, con los aciertos y los errores que ha conllevado.
Naomi Klein narra en su libro La doctrina del shock, cómo para concretar y culminar los planes de dominación en Iraq, era indispensable el aniquilamiento cultural, dejar el país como «tabla rasa» para reconstruirlo desde la nada e imponer así un modelo paradigmático: el american way of life. Para lograrlo no exiliaron a los cantantes del momento ni quemaron los libros contemporáneos; fue más simple aún, destruyeron su patrimonio: vaciaron y saquearon bibliotecas y museos y de nada sirvieron las advertencias de arqueólogos, historiadores y académicos en general sobre el valor de lo conservado en lo que otrora fuera Mesopotamia, cuna de nuestra cultura occidental. El saqueo continuó, buscando dejar detrás un país sin asidero espiritual, una tabla rasa irreconstruible. La cultura, una vez aniquilada, es irrecuperable. Un país vencido culturalmente, ha sido vencido físicamente.
Reducir la cultura al papel de las industrias culturales y su producto resultante es un error heredado de lo más ortodoxo de la economía, que lleva a favorecer formas de gestión privadas, por encima de otras más necesarias en países subdesarrollados como el nuestro, donde el rol del Estado en el patrocinio cultural no puede ser marginado al de mero árbitro que establece y cuida que se cumplan determinadas reglas del juego.
Conceptos de cultura hay muchos, ninguno de los cuales la define como mercancía. Para que «algo» se considere así, debe reunir entre otras condiciones una característica fundamental: haber sido fabricado para el cambio, para la compra-venta. Diferenciar cultura —que por lo anteriormente dicho, no podría serlo— de producto cultural, entendido este último como el resultado del funcionamiento de las llamadas industrias culturales —discográficas, editoriales, cine— o de otras manifestaciones que, sin ser consideradas propiamente industrias, nos entregan un producto cultural —teatro, danza, artes plásticas—, debe ser el punto de partida para los análisis que pretenden llegar al fondo de las necesidades y los vínculos a establecer entre sociedad, economía, cultura y política.
En el ámbito de la economía cultural se transita por visiones permeadas por la doctrina impuesta internacionalmente. Oponer un pensamiento propio, diferente y ajustado a nuestra realidad, definir nuestros conceptos y marcar la debida distancia de las visiones tecnócratas y ortodoxas que puedan infectar lo que de alguna manera lleve hacia la economía, debe ser tarea priorizada para sentar las bases del análisis en este campo.
Para trazar límites en la gestión cultural, establecer estrategias, y otorgar roles a los diversos actores participantes en el proceso —artistas, sociedad, burócratas— debe delimitarse qué tipo de cultura y de ciudadanos se quiere fomentar. El riesgo de la cultura pop y la sociedad desechable va implícito en ese paquete de políticas que conectarán la cultura y el mercado. Pero ojo, ¿mercado y cultura podrán ir juntos en la misma oración siempre?