Decía el ex vicepresidente Dick Cheney que «hay conocidos a los que desconocemos, lo que quiere decir que hay algunas cosas que sabemos que no sabemos…». Pues bien, aunque sea un individuo pesado, intrigante y mala gente, el siniestro personaje tenía razón. Hay muchas cosas que debíamos conocer y, sin embargo, no las conocemos.
Digo lo anterior porque acaba de ser publicado por la editorial Doubleday —que es una división de la famosa casa editora Random House— un libro que se titula Días de fuego: Bush y Cheney en la Casa Blanca. Su autor es Peter Baker, un conocido periodista que actualmente es corresponsal ante la Casa Blanca del periódico The New York Times y lo fue durante muchísimos años de The Washington Post. Fue el hombre que sacó a la luz pública las relaciones de Bill Clinton con Monica Lewinsky.
Contrario a lo que se ha conocido popularmente, el autor asevera que las relaciones entre Bush y Cheney no fueron tan cordiales como se ha afirmado y que la influencia del vice en la administración del presidente Bush hijo no fue, en el segundo término de gobierno, tan grande como se decía en aquella época. Parece ser que el Presidente, aunque lo trataba respetuosamente, de vez en cuando se mofaba de él haciendo chistes sobre el secretismo de su segundo y porque este se quedaba frecuentemente dormido en las reuniones.
Según el libro, el general Richard Meyers —jefe del Estado Mayor en aquel entonces—, afirmó que era una bobería eso que se decía de que Cheney llevaba la batuta y que en esa administración no se hacía nada si no era aprobado y sancionado por Bush, además, que era risible creer que el Presidente era una marioneta de su vice.
A pesar de que este libro de Peter Baker demuestra la fuerte personalidad de George Bush, en aquella época se escribieron otros libros en los que se hablaba de una presidencia compartida y del secuestro de la misma. Además, en los programas nocturnos nacionales de las cadenas de televisión eran constantes los chistes sobre el tema de la autoridad de Cheney sobre Bush, tal como aquel en el que el Vicepresidente afirmaba en una entrevista que él no lamentaba ninguna decisión de las que había tomado, y si tenía que volverlo a hacer, él ordenaría a Bush hacer exactamente la misma cosa.
A pesar de aseverar que el control de la presidencia estaba en las manos de Bush, el autor de este libro sí afirma que, indiscutiblemente, Cheney es el vicepresidente que más influencia ha tenido en los distintos gobiernos de Estados Unidos por sus conocimientos sobre Washington. Aparentemente, por lo menos en el primer período presidencial de Bush, trabajaron tan juntos como lo hicieron Richard Nixon y Henry Kissinger, para terminar como los más impopulares de toda la historia del país. Fue el que más presionó para invadir Iraq. «¿Vas a ir a derrocar a este tipo o no?», dicen que le dijo a Bush en un almuerzo.
No eran amigos y apenas se veían fuera de la Casa Blanca. No iban a comer con sus esposas, ni Cheney se pasaba fines de semana en Camp David, el lugar de descanso de los presidentes de este país, y las pocas veces que fue a la finca de Bush en Texas fue por problemas relacionados con sus trabajos y no por visita social. No éramos socios, teníamos una relación profesional más que personal, afirmó Cheney, mientras Bush —según el autor del libro— definía su relación con Cheney de la siguiente manera: «Tú sabes, yo diría que amigos pero, por otra parte, nos movemos en círculos diferentes. Dick se va a casa con su familia y yo me voy a la mía. No diría que es una persona muy social. Ciertamente, tampoco lo soy yo. Por lo tanto, no pasamos mucho tiempo juntos socialmente. Pero… eh… amigos».
Según el autor de este libro, del cual solo he leído un extracto, el último período de George W. en la presidencia fue fatal para la relación entre ambos. Cheney se sentía bastante aislado de la toma de decisiones y su influencia mermó hasta casi quedarse en nada. Cuenta Baker que a pesar de que Cheney logró que el Presidente conmutara la pena de su jefe de despacho Lewis Libby —para que este no cumpliera ni un solo día de cárcel de los 30 meses a los que había sido condenado por perjurio y obstrucción de la justicia en el famoso caso de la ex agente de la CIA, Valerie Plame—, no pudo, a pesar de su insistencia, lograr que Bush le diera un perdón presidencial, el cual hubiese borrado todo el historial criminal de Libby.
Afirma el autor que Cheney le dijo al Presidente: «Estás dejando a un buen hombre herido en el campo de batalla». Bush no le hizo el menor caso y lo dejó.
*Periodista cubano radicado en Miami