Por estos días de estrenos escolares, entre nostalgias de cuadernos olorosos y lápices, me observo en una foto ya sepia y medio arrugada, con una inevitable mueca, entre mis condiscípulos del primer grado en la escuela Luz y Caballero del poblado de Jovellanos. Entonces, aquel chinito, el gordo de siempre, la niña de los inmensos ojos verdes, éramos hojas por garabatear, teoremas por resolver, palabras por confirmar. ¿Qué habrá sido de ellos? ¿Serán personas de bien? ¿Quién habrá desaprobado esa gran asignatura que es la vida? ¿Cuál se habrá extraviado en el camino hacia la cátedra del saber y la virtud?
Quizá la mejor estadística de una sociedad sería decantar cuántos llegan a puerto seguro, sanos y buenos, y cuántos naufragan entre los que cada año entran por vez primera sigilosos a un aula, en ese primer acto de independencia. Eso, sin contar a muchos que en este mundo nunca traspasan el umbral del aprendizaje, y jamás estamparon nerviosamente la palabra matriz: mamá.
Ante cada inicio de curso escolar prefiero zafarme de las visiones idílicas y los paladeos chovinistas. De la justicia y accesibilidad del sistema educacional cubano, sin precedentes en este mundo, se sabe demasiado para estar recitándolo cada septiembre como heraldos de la repetición. Prefiero acercarme a la escuela con corchetes y dudas. Desde la inconformidad y las elevadas pretensiones. Prefiero voltear el rostro, curso tras curso, sobre lo que no funcionó en clase, sobre el hechizo que se extravió entre metodologías, cánones rígidos, rutinas, aburrimientos, mediocridades y tiempo perdido. Prefiero abrir las puertas y ventanas del aula y el laboratorio, para airear nuestra pedagogía.
Si me preguntan qué escuela quiero para mi nieta Lucía, que ya anda descubriéndolo y desordenándolo todo, lo resumiría en la única palabra de la salvación universal: la del amor. Un aula de cariño sin límites, pero con orden y raciocinio.
Sueño una cátedra de maestros con mayúsculas, que quieran a sus alumnos sin perder las distancias, y despierten en ellos el sentir y el pensar equilibradamente. Que enseñen a razonar con cabeza propia, y hagan de la honestidad, el respeto y la decencia la prueba de ingreso para la vida. Que no lleven el arrastre de la grosería y la indisciplina, grado tras grado de la existencia.
Aspiro a una escuela bella y sin desaliños, participativa y sin somnolencias, donde se problematice la materia a impartir, y se enseñe divirtiendo, y se aprenda jugando. Confío en una clase donde se logre la disciplina por la vía de la seducción, la imaginación y el liderazgo, sin tiempo para perder el tiempo.
Respeto a ese maestro escultor, que moldee virtudes y sensibilidades a la vez que instruya. Y que enseñe sin facilismos memorísticos ni formalidades que dejan solo rechazos. Respeto a ese maestro que no se constriñe a directivas y metodologías. A quien no se resigna a ser un papagayo de conocimientos; el que se lanzaría desde el estrado, si fuera necesario, para graficar la Ley de la Gravedad de Isaac Newton; el que sangra a Antonio Maceo para transmitir su heroísmo, o evoca con sus labios hechizados la grandeza de José Martí.
La escuela cubana no deja de estar acechada por las mezquindades y las tarifadas y fraudulentas concepciones del éxito, que merodean la vida nacional y se asientan en la más mínima oportunidad. Los que pagan por una nota y un examen, y los que cobran también. Y los que abren caminos a sus hijos con regalos y delicadezas que otros ni pueden ensayar.
Por eso, hay que inmunizar a la escuela todos los días, para que en ella solo promuevan y se gradúen la virtud y el saber. Y al final el aula está más allá del claustro y la clase, del maestro con sus sacrificios, cuitas e insatisfacciones. Es la familia y la sociedad toda. Es el país, que necesita revalorizar unas cuantas asignaturas, y poner orden, respeto y sentimiento en esta gran cátedra en que aprendemos todos.
Ya alguien seguirá preguntándose, ante su vieja foto del primer día de clases, qué habrá sido de este o de aquel, entre tantos proyectos y bocetos. Es el eterno don de no graduarse jamás lo que nos enseñará de veras. Al final, la vida no debería pasarnos la raya roja de desaprobado…