«Hablemos de sexo», me dijo mi vecina tres meses mayor y mi compañera en el juego de las casitas, mientras yo trataba de dormir a mi muñeca-bebé y preparar algo digno de comer (tan digno como me permitían imaginar mis escasos siete años).
—¿Sabes qué cosa es sexo?, me preguntó.
«Secso», «secso»..., repetía la palabra, pero no tenía idea de lo que significaba, aunque la había escuchado antes en una canción muy de moda: «No basta, porque cuando quiso hablarte de sexo, se te subieron los colores al rostro y te fuiste…». Justo en ese momento respondí:
—«Secso», sí, claro. Es eso que, que..., que te sube los colores (fue lo único que se me ocurrió).
Era complicado decidir si el «secso» que alborotaba los colores era algo similar a los caramelos con picante que una prima había traído de México o algo «maloso», que le ponía la cara roja a la gente, como cuando te «traban» en una mentira. Por carácter transitivo concluí que el «secso» podía ser dos cosas: algo picante y que te deja al descubierto.
Al final quedé sola recogiendo mi casa de cajas de cartón para guardarlas en mi casa de verdad. Una vez en el mundo real no dejé de pensar en aquella palabra. Hasta que un día descubrí su significado. Hasta que una tarde comprendí su sentido. Hasta que una noche caí en su esencia.
De repente, más de 20 años después, las cavilaciones en torno al sexo han retornado como en la etapa de la infancia.
—Hablemos de sexo —me dice la integrante más joven de mi familia. Me ruborizo un poco y exploro:
—¿Sabes qué es eso?
—¡Obvio! Es la relación física entre dos personas que se quieren.
Y yo quedé como tonta, experimentando una mezcla de sensaciones: sentí envidia de su tiempo, un tanto de animadversión para con mis días de infancia (me habría encantado saber muchas de las cosas que los niños de hoy saben y que los de ayer ignoraban hasta que chocaban con la realidad, y digo chocar en su sentido literal)… Sentí respeto por el modo en que los procesos de aprehensión de la vida se han reconfigurado para mejor.
Entiendo que cada cual tenga su librito y sus particulares teorías existenciales para lidiar con el universo. Entiendo que cada quien es a su forma y que, por tanto, tal vez a mí me criaron de una manera y a mi amiga de otra; que unos están a favor de que los niños sepan, mientras otros prefieren omitir, sobreproteger… En lo personal, considero que de nada vale esconder, sobre todo cuando en este rico mundo de hoy conoce quien quiera conocer.
Es cierto, hay preguntas que alarman. Mas no por eso podemos pasar por alto la existencia de respuestas que abren universos y silencios que conducen a abismos.
Aunque, no puedo negarlo, si bien me siento complacida con el progreso y con la vastedad de conocimientos, en no pocas ocasiones me preocupa que los cambios generacionales vayan demasiado aprisa.
A los padres (a los adultos) corresponde la labor de guiar a los retoños, porque el sexo no puede ser ese tema del que se habla con un ancla en viejos tabúes, ni el «teque» anodino por compromiso. Hablar de sexo con los hijos debe ser eso: una conversación, un proceso natural de escuchar, dialogar, compartir, educar… que ponga los cimientos de actitudes responsables ante la sexualidad y el amor, que enrumben a los jóvenes a experiencias plenas y felices y los ayuden a evitar situaciones traumáticas.
Me aflige albergar la idea de que sean menos los chicos que quieran hablar de sexo porque prefieren aventurarse a experimentarlo. Habrá entonces que hablar a tiempo. Mis padres me decían que para todo hay una edad. Y me cuestiono: ¿el tiempo legitima o refuta esa aseveración?