Cada vez más se abre paso la convicción de que para enfrentar los retos de estos tiempos carece de sentido aprender como un conjuro mágico las fórmulas que fueron efectivas en otros momentos y latitudes, pues aquí y ahora son diferentes los contextos y los problemas, de forma que no queda más recurso que encontrar nuestras soluciones particulares, algo imposible si no hubiésemos aprendido antes a pensar por nosotros mismos. Esa certeza subraya la importancia de seguir perseverando en el empeño de enseñar a quienes ahora se estrenan en la vida a afianzar su criterio propio.
Claro está, para formar seres humanos que puedan afrontar los desafíos del mañana no basta con alentar en ellos la pasión por la reflexión y el análisis que les permita llegar a conclusiones que lleven su sello identitario. Debemos animarlos, además, a expresar sus opiniones y a ser consecuentes con estas en sus acciones y determinaciones, así como multiplicar espacios para ello, sin asustarnos cuando sus juicios sean diferentes a los nuestros, fruto de sus experiencias, aspiraciones e inquietudes; o cuando su conducta no se corresponda con la idea preconcebida que tenemos de cómo debe ser; o sus decisiones no sean las que en su lugar hubiéramos tomado.
Sin embargo, hay quienes, atrincherados en una manera de pensar anquilosada, superada por la vida, y a contrapelo de las enseñanzas de Fidel, Raúl y el Che, y sin tomar en cuenta las lecciones de la Historia, siguen apostando a imponer criterios y no al diálogo y el convencimiento, a dictar modos de hacer y a monopolizar las decisiones. Proceder así siempre será más fácil, pero es igualmente una forma segura de fomentar la doble moral, la frustración y el inmovilismo, y anular la creatividad entre aquellos a quienes hemos enseñado a razonar.
Creo sinceramente que la mayoría de quienes se comportan de tal modo no son conscientes de los probables resultados de su conducta y tampoco los procuran. Usualmente pretenden asegurarse de que las cosas salgan bien, pero lo hacen convencidos de que solo cuenta lo que piensan y que ellos no van a equivocarse como temen que hagan los demás.
Para ser totalmente honestos, cuando se crean espacios de diálogo y confianza no siempre se aprovechan como debiera. Las causas de este fenómeno pueden estar asociadas a la inercia de nuestros procesos mentales, que nos inclina a comportarnos en un entorno que indiscutiblemente se transforma, como si nada hubiera cambiado; o a la presunción de que el cambio es puntual o no es más que un espejismo, o es coyuntural y todo volverá a ser como antes.
A veces lo que ocurre es que tales espacios se malogran porque los llamados a utilizarlos para promover el bien social o colectivo hablan o actúan oportunistamente en su provecho, o irresponsablemente, sin enfocarse en lo esencial o sin tomar en consideración todos los elementos; o irreflexivamente, haciendo gala de un nivel de improvisación inconcebible.
En otras ocasiones se desperdician oportunidades por desidia, conformismo o apatía congénita de quienes debieran ser más audaces al decir, actuar o decidir cuando pueden y es provechoso que lo hagan, o porque estos temen equivocarse, bien sea por la inseguridad resultante de no haber sido protagonistas de situaciones similares, o porque no se tuvo en cuenta sus criterios o se desaprobó lo que hicieron en anteriores circunstancias, o porque nunca aprendieron —o no les enseñaron— que es preferible errar por decir lo que se piensa y obrar en consecuencia, que callar o permanecer cruzados de brazos cuando no son honestos la inacción y el silencio.
Debemos defender entre todos —padres e hijos, alumnos y profesores, jefes y subordinados— ese componente de horizontalidad imprescindible en relaciones que, de ser excesivamente verticales, podrían entorpecer la construcción mancomunada del proyecto común. Se trata de que cada parte de la relación se empeñe en hacer lo mejor que pueda, lo que le corresponda, que no es solamente enseñar o aprender —según sea el caso— a tener criterio propio, sino también a ejercerlo consecuentemente en beneficio de todos.