Dos veces —en 2006 y 2009— se contó la historia en estas páginas. Sin embargo, creo que una tercera no la volvería arcaica ni inútil porque su esencia revela una espina moderna que requiere un timbrazo social.
Sucede que, hace años, una persona supuestamente ilustrada, con un bosque de títulos académicos en sus baúles, llegó a un local en el que se aglomeraban numerosos seres humanos y, en lugar de saludar a los presentes, tomó forma de globo e hizo como si caminara por los aires sin mirar a nadie, excepto a un gato colado en el edificio. Fue con este (con el felino) con el único que dialogó. «Misu, misu», dijo y siguió de largo hacia su oficina.
Probablemente no me equivoque si suscribo que este cuento real se repite con frecuencia. Sin el gato, claro. Pero sí con el resto de los ingredientes, incluido el aire que infló al «saludador» de animales, incluido el cuchillo que exterminó los más elementales saludos de rigor.
Por supuesto, lo importante no reside en la anécdota en sí misma; habita en la lectura que nos deja y en la revelación, ya repetida, de que el nivel de instrucción no significa de modo obligatorio educación y cultura.
¿Cuántos hay que apuñalaron los «buenos días», los «con permiso», los «por favor», los «gracias» y otros modos simples aunque fundamentales en el civismo básico que supone la sociedad actual? ¿Cuántos hay que demuestran, con gritos, bufonadas a destiempo y otras formas, que sus buenos modales terminaron aterrizando en la Luna o el propio lomo de un gato?
No obstante, cabe un razonamiento desprejuiciado que implica también mirar distintas aristas. Porque, en otro sentido del episodio narrado, he visto en incontables ocasiones que un individuo ha llegado a un lugar con la máxima educación, ha liberado un «buenos días» o un «buenas tardes» y ha recibido lo que se podría denominar «el complejo de estatua» como respuesta.
Según el Diccionario del Maniquí Contemporáneo, el «complejo de estatua» es un proceso acumulativo de silencios, hielos u otras formas de ignorar —que incluyen conversaciones sobre la pelota o la novela—, las cuales convierten a los saludados en bocetos de personas, mas no en personas propiamente dichas.
Y he escuchado también que alguien ha dicho por teléfono después del saludo correspondiente: Por favor, pudiera ser tan amable de buscarme a Diasdialis Díaz; y ha recibido la «chancletización»: «¡Ya mijo, te la voy a buscar, no hace falta tanta finura ni tanta cosa!». La «chancletización» —dicho sea— es una forma de palabra en látigo que potencia la guapería y la aspereza, el término «mijo» o «mijito» y otros que no se pueden o no se deben escribir en los periódicos.
Conceptos bromistas a un lado, se trata en el fondo de un asunto complejo y digno de estudio, que rebasa la pérdida de algunas buenas conductas pues, al final, deja entrever que todavía se demandan en las aulas muchos más esfuerzos pedagógicos para alcanzar la verdadera cultura general, un concepto que no debe volvérsenos cliché porque se moriría.
De todos modos, habrá que seguir apuntando inicialmente al hogar, primera escuela natural en la que se hilvanan o se derrumban los buenos empeños; se aprenden a amar y respetar hasta a los perros y los gatos, pero antes que todo a los seres humanos.