El día de San Valentín recordé a Thalía, una niña que para dar fe de su amor dibuja corazones en cualquier fecha del año. Muchos de esos trazos tiernos están repartidos entre sus amigos y familiares. Con orgullo, un custodio que trabaja con su mamá posee uno.
Thalía no espera al 14 de febrero para abrir su menudo pecho y develar la riqueza que allí se esconde. Diariamente se va a dormir luego de haber hecho más de una acción bondadosa, como Martí pidió a los niños para que realmente conocieran la felicidad y fueran a la cama en paz con el mundo.
Cierta vez, cuando estaba inconforme con la cadencia de sus lecturas en alta voz, escribió una carta con letras que parecían tener como destino el mismo cielo. Pedía a Dios salud para su mamá y su maestra, y que, por favor, la ayudara a leer con rapidez.
Tanto perseveró en su empeño que sus esperanzas se hicieron realidad y ahora, además, teje y borda con el mismo esmero que ha puesto en leer cada palabra que encuentra en sus libros de texto y en otros que ha leído y han ayudado a moldear su rico espíritu.
La habilidad con que enlaza los puntos sobre las telas es fruto de la paciencia de su abuela materna, quien junto a una amiga le ha enseñado las técnicas básicas de esos oficios ancestrales. En Yaguajay, donde Thalía pasa todos los años parte de sus vacaciones, las dos ancianas le despertaron una vocación que la modernidad con sus máquinas sofisticadas parece olvidar. La niña, a la altura de sus diez años, encuentra en los hilos y en las telas un manantial de finezas.
Tanto es así que se ha ofrecido como maestra y ha propuesto un espacio de su hogar como taller para enseñar a sus amigas ese arte manual que puede ser fuente de sustento y atiza la creatividad.
Si escribo de esta pequeña es porque la imaginé por estos días dedicados al amor regalando esas maravillas salidas de sus manos, o tal vez uno de los poemas de La Noche, de la poetisa Exilia Saldaña, lectura que la sumergió recientemente en un mundo prolijo, como suele ser el escenario donde vive.
Thalía no es un ave rara: además de aprender de las ancianas que son libros de todas las respuestas, mitos, verdades y raíces —como la autora de La Noche llamaría a las abuelas—, esta niña baila, estudia francés, hace maldades, sabe pedir golosinas sin que Maruchy, su madre, se enfade: comienza pidiendo un helado, y al no haber presupuesto, continúa bajando el precio de sus antojos hasta lograr unas galleticas que casi siempre termina compartiendo con otros.
Ella, todavía tan joven, me recuerda que nunca es demasiado temprano para ser bondadoso, y que la voluntad de hacer el bien seguirá contagiando e irradiando luz a pesar de este mundo girando tan deprisa, siempre sobresaltado con alguna noticia estridente, tan ajena a las pequeñas cosas que son las verdaderamente importantes de esta vida.