Mis oídos no podían escuchar bien; tal vez querían creer incierto lo que oían. El animador del baile «para niños y adolescentes» pedía a gritos que levantaran la mano los que preferían «la cerveza bien fría y las mujeres bien calientes». De súbito se encendió la alarma en mi cerebro y un montón de preguntas pasó rápidamente por él.
¿Cómo es posible que en un sitio para menores se incite al consumo de bebidas alcohólicas y la música sea la misma que ya se ha hecho habitual en fiestas para adultos? ¿Dónde están los responsables de regular esos espacios de recreación?
La respuesta a esas interrogantes es simple, y pasa por el descontrol, la falta de responsabilidad y la incomprensión de quienes deben velar por que la recreación no sea un medio para deformar a los seres humanos, máxime en una edad tan decisiva como la adolescencia, donde los patrones se arraigan con mayor fuerza y se tornan elementos indisolubles de nuestra vida.
Pensé entonces que estaba en presencia de un fenómeno aislado, hasta que una colega me comentó otro suceso: un domingo llevó a su pequeño a un parque infantil y se sorprendió cuando, al intentar comprarle algo para tomar y comer, solo encontró bebidas para mayores y ni un solo refresco.
A eso sumo lo que ocurre en fiestas estudiantiles. En las últimas que se organizaron en torno al Día del Educador, resonaban en varios centros las vulgaridades de muchas canciones actuales. Atrás parecieron quedar las letras de quienes cantan al amor y a la amistad, las cuales siempre amenizaron para bien las actividades de los escolares.
Sin entrar a responsabilizar a ciertas piezas de reguetón o salsa por esta avalancha de mal gusto e indecencia —a fin de cuentas, son sus autores los responsables de su mal ganado prestigio—, creo que la familia —en primer lugar— así como los educadores, trabajadores de la cultura y demás actores de la sociedad, deberían detenerse un instante y analizar qué le brindan a los jóvenes y qué les aportan. Quizá hoy no parezcan alarmantes estas letras, pero lo serán dentro de unos años, cuando percibamos que hemos condenado a toda una generación a la chabacanería, al desprecio a la mujer, a la banalidad y a la fanfarronería, a más de haber entronizado patrones melódicos y de contenido que niegan la tradición de espiritualidad que siempre ha signado a la verdadera música hecha en nuestro país.
Si nuestra Revolución privilegió tanto el acceso a la enseñanza, a la educación, para formar hombres y mujeres integrales, entonces nadie tiene el derecho de dar por válidas esas muestras de incivilidad que llegan hasta el pueblo en espacios que, contradictoriamente, han surgido para reverenciarlo y catapultarlo a la cultura.
Que el reguetón existe —vuelvo a él porque está en el centro de la polémica, no porque sea el único que genera expresiones chabacanas— es un hecho innegable. Que gusta a buena parte de los jóvenes, también; pero puede ser una música sana, sin ofensas ni exhibicionismo.
Si logran propuestas de este tipo divulguémoslas —por qué no—, mas no nos hagamos eco de ¿productos? que no aportan nada positivo. Aunque nadie puede regular lo que un individuo consume en casa, al menos las instituciones y organismos sí pueden tomar medidas para irradiar solo materiales de calidad.