Algunos vaticinaron su fracaso. Decían que aquel «invento» en medio de las lomas no iba a generar interés público ni ganancia alguna, y que aquellos bondadosos guajiros no podrían sostener la iniciativa, emprendida con personas ajenas a las montañas.
Daniel Diez, un habanero con clarividencia, se colocó al frente del grupo de atrevidos «foráneos», desafió los pronósticos y se fue a San Pablo de Yao a vivir diariamente la experiencia del café triturado en el pilón, de los mulos subiendo colinas y de las ropas lavadas en pleno río cristalino.
Dos décadas después la vida desinflaría a los malos agoreros. Aquel proyecto denominado Televisión Serrana, a 20 años justos de su alumbramiento, tiene hoy para mostrar un baúl de más de 400 premios, un mar de documentales excelentes que sobrepasan el medio millar y un talentoso grupo de realizadores que nada tiene que envidiar, en lo profesional, a los de ciudades con semáforos y rascacielos.
Pero lo de verdad asombroso es que Daniel y otros prestigiosos creadores como Waldo Ramírez, Rigoberto Jiménez, Juan Carlos Echenique, Roberto Renán y Marcos Bedoya ya no están en este territorio del municipio de Buey Arriba. Tuvieron que irse a la capital o a otros lugares para asumir nuevas tareas. Y aun así la televisión siguió fabricando joyas audiovisuales, guiadas por el intelecto de los de allí o de los que se enamoraron y quedaron allí.
Claro, en estas dos décadas no han faltado incomprensiones, sueños pospuestos, oportunidades desaprovechadas... problemas; aunque a la hora del recuento valdrán siempre los resplandores antes que las penumbras.
Una vez, cuando la TV tenía apenas seis años de vida, Daniel Diez me confesó que, al margen del talento de los realizadores, nuestras lomas están preñadas de historias que sorprenden y seducen, solo hay que colocarles un lente detrás, con la mayor profesionalidad y sin el ánimo de protagonizar descubrimientos.
Acaso por ese afán de situarse al lado de los personajes, sin deseos de colonizar, es que los documentales de esta televisión son tan humanos y brillantes.
Reflejan con naturalidad a las cuatro hermanas que siempre vivieron solas en el pináculo de una loma, a los niños y jóvenes que se desprenden por una ladera inclinada impulsados por un invento con ruedas que ellos llaman chivichana, al poeta que vive solo y nostálgico en su bohío arropado de aves y plantas silvestres, a los soneros menores de 12 años que idearon una orquesta con instrumentos fabricados por «esfuerzo propio» para inyectarle alegría a su barrio.
Pintan esos documentales, también, al del oficio en extinción de poner herraduras sin temblar, al que lloró la muerte de los peces en la presa, al viejito que hace de historiador de la localidad...
El propio director-fundador, al referirse a los lazos con esos pobladores de toda la Sierra Maestra (porque no han sido solo —vale aclararlo— los de San Pablo de Yao) hilvanó una frase que no olvido: «Este es un cariño poderoso». Ese amor por la sierra ha mantenido a la televisión latiendo y haciendo.
Sin embargo, a veces, queda un sabor a inconformidad; una inconformidad nacida de la pobre expansión de estos materiales. Porque si bien es cierto que la TV se fundó con espíritu «familiar» y para proyectar sus productos en la comunidad, uno siente que esos documentales podrían llegar más a nuestro circuito nacional, a los canales y horarios estelares. Toda Cuba aprendería, los agradecería y disfrutaría con pasión infinita, con un cariño poderoso.