Era un muchacho joven, cuyo nombre artístico no me quedó grabado en los sentidos, aunque sí su actuación de aquel domingo, en la modesta fiesta de cumpleaños.
Sudando más que en cualquier otra fecha, no tuvo una sola «pesadez»; no hirió a nadie con sus chistes ni utilizó la burla como gancho, aunque tres o cuatro niños se excedieron con él en entusiasmo y confianza.
Yo no tendría que evocarlo a la vuelta de los días, porque así debería proceder cada payaso; pero si lo despierto ahora de la almohada de los recuerdos es porque ese tipo de cómico con nariz pintada, que juguetea con los duendes traviesos y provoca la risa benéfica en ellos, parece ir menguando con el paso del tiempo, acaso porque ha sido superado en esas celebraciones infantiles por otros payasos nada graciosos, adictos al choteo vulgar y a la broma prosaica.
En varios cumpleaños los he visto. Animan la fiesta mandando a los pequeños a entrar en juegos de plomo, animándolos a convertirse en bufones inocentes, incitándolos a montarse en el tren del insulto.
Están muy lejos de lo que sentenció el escritor norteamericano Henry Miller: «El payaso es el poeta en acción». Digo más: si la poesía tuviera la posibilidad de mirarlos desde la distancia, seguramente se echaría a correr con desatino.
Por supuesto que no es nada nuevo en nuestra cotidianidad; esas «actuaciones» seudoartísticas —si así pudiera llamárseles— se entroncan con las de los «cómicos» que acuden al aullido contra el feo o el «blandito», la palabrota y el chiste sin seso; o con las de esos músicos que hacen subir al escenario a cinco seres con aires de horda para que la gente les grite «brujas» y se ría del sismo de sus caderas y otras partes.
Sin embargo, la culpa jamás recaerá del todo sobre ellos. Porque un niño de un año, que nada sabe de groserías o impertinencias, nunca podrá llevar a su fiesta a un payaso ramplón que casi siempre cobra a precio de nube por sus bufonadas. Los cumpleaños siempre son regentados por personas mayores, que sí deberían entender qué es un agravio a la dignidad, y cuánto pesa en el carácter de un pequeño una afrenta que provoca la risa de sus coetáneos.
Y si esos que acuden a la mofa contra otros seres humanos hubiesen encontrado algún tipo de valladar en sus presentaciones —en vez de la carcajada aprobadora—, medirían más sus bromas antes de lanzarlas al aire. Ya lo dice un axioma anónimo: «Un tonto hace reír a cientos si le dan lugar y tiempo».
Claro, si analizamos de otro modo pudiera crearse un círculo vicioso: ¿Esos payasos apostarán a la filosofía del «pujo» precisamente porque es eso lo que quieren recibir cientos de personas?
No resulta un asunto fácil, que pueda resolverse con fórmulas. En todo caso, a los que creemos en el chiste para el mejoramiento y no para el escarnio, no nos queda otro remedio que invocar la cordura y la inteligencia humanas para que decrezcan las payasadas que atropellan a los pequeños delante de los grandes.
Nos resta acudir al pensamiento de Darío Fo, el célebre dramaturgo italiano: «Creer que se es payaso por ponerse una pelotilla roja en la nariz, un par de zapatos desmesurados y aullar con voz aguda, es una ingenuidad de idiotas». Soñemos, pues, que se harán mayoría, en los cumpleaños y otras celebraciones públicas, los payasos y los graciosos como aquel que sudó a chorros un domingo, para navegar sin tempestades en los corazones contentos de los niños.