Las catástrofes desatan solidaridad y previsión tales en la sociedad cubana, que ya quisiéramos para los engranajes rutinarios de la vida corriente. Quien se abroquela para hacerlo todo más difícil en los laberintos cotidianos, luego te sorprende al menor viento platanero que presagia desgracia, y te cobija bajo su techo, o comparte no solo tus penas sino también sus escasas prendas en este mundo.
Por estos días, Cuba duele en sus nervios más orientales tras el paso del ladino Sandy. Las provincias de Santiago de Cuba, Holguín y Guantánamo curan sus hondas heridas, levantan los postes y tejados de la persistencia y lo van restituyendo todo poco a poco, con la cobija y el auxilio de todo el país, y de la ayuda internacional.
Muchas sociedades opulentas anhelarían la capacidad de movilización de recursos y voluntades humanas, el liderazgo del Estado en un país pobre como Cuba, para concretar y encauzar los sentimientos de solidaridad de sus hijos con los compatriotas que sufren los embates de un huracán.
Gracias a ágiles decisiones, media nación está volcada en aquellas tierras, compartiendo la suerte de los orientales: linieros eléctricos y telefónicos, rastras y rastras de tejas y otros materiales de construcción, trenes de alimentos y medicinas, grúas y buldóceres despejando el camino de la resurrección… Siempre que la Naturaleza nos emplaza, sucede lo mismo.
Pero este año, en el aluvión generoso, recién percibo un matiz diferente, expresión de los nuevos vientos que soplan en la economía y la sociedad cubanas: en la ciudad donde vivo, la capital del país, el Consejo de la Administración Provincial ha tocado el corazón ciudadano, movilizándolo a que done pertenencias para los damnificados, por medio de los CDR y la FMC en sus zonas de residencia, y habilitando cuentas en CUC y CUP en las sucursales bancarias, de manera que cada quien, de acuerdo con sus posibilidades económicas, deposite allí su donativo en metálico para la recuperación.
Sí, porque durante muchos años, se hegemonizó tanto por sobre la iniciativa ciudadana, que hasta las colectas y valijas de ayuda no podían adelantarse a las decisiones de atender las secuelas de las catástrofes. De paso, habría que decir que nunca ha faltado la mano tendida, en medidas oficiales de abrir ciertas arcas y volcar la ayuda, en nombre de todo el pueblo y de la nación.
Tales decisiones tenían que ver con el estilo excesivamente paternalista del Estado sobre el individuo, al punto que no se recibía todo el apoyo hasta para una colecta en un colectivo laboral para auxiliar a un trabajador que estuviera en aprietos o enfermo.
Recuerdo que con el paso de huracanes anteriores a lo largo de estos años, fue disminuyendo la iniciativa de los ciudadanos en aportar ayuda a sus compatriotas, porque definitivamente el Estado iba a garantizarlo todo. Corríamos el peligro de que, esperando señales de arriba y confiados en que aparecería Papá Estado, la gente anquilosara su generosidad.
Pero con las flexibilizaciones que se vienen asumiendo y los aires descentralizadores que van soplando en el espectro económico y social del país, el ciudadano también requiere su espacio de voluntad personal para ejercer solidaridad por sí mismo, y también muchos otros empeños altruistas que pueden contribuir al bien público y aligerarle la carga al Estado.
Iniciativas como estas fortalecen el sentido de participación popular, que tanto requiere desatar hoy un país en franco cambio hacia una horizontalidad atenuante de los excesos verticalistas.
Por eso, ya entregué mi valija, no importa quién pueda sudar mi camisa allá en Santiago, o levantar el paso en Banes con las sandalias de mi compañera. Parafraseando a los vendedores de los mercados, hoy puedo decir con la soltura del desinterés material: ¡Vaya, mi ayuda aquí!