Allí, en las antípodas del respeto y la humildad, se encuentra el Yoyo. En un acto de énfasis histórico, Molière perpetuó uno de sus rostros en Tartufo, una comedia de hipocresías y dobleces, y donde se recuerda que este personaje es tan antiguo como la humanidad misma.
También, a lo largo del tiempo, algunos pronosticaron su desaparición, quizá en un momento de gran júbilo y de ensoñación; y finalmente fallaron, no por falta de inspiración sino por un olvido. Esas personas, los Yoyos, tienen las vidas de un gato y los colores de un camaleón.
Como una de las expresiones más acabadas de la autosuficiencia, en ellos se combinan la arrogancia y el desprecio al otro. De ahí que sus acciones constituyan, aun cuando no lo aparenten, una constante insistencia del pronombre de la primera persona del singular, cuya reiteración fonética articula la palabra que da título a este comentario.
Salvarse de ese tipo de aberración implica recorrer, entre otros, los caminos de la humildad. No ver la autocrítica como una flagelación sino como una oportunidad de mejoramiento. Intentar mantenerse en un constante aprendizaje de lo que nos puedan enseñar los demás, incluso de lo que puedan hacer mejor que nosotros. Pero eso en los Yoyos es casi imposible.
Porque ellos tienen que ser los primeros en todo, los demás van de segundo. ¿Quién cocina mejor? Yo. ¿Quién es el más simpático? Yo. ¿Quién es el mejor negociante? Yo. ¿Quién es el más informado sobre el tema? Yo. ¿El verdadero especialista? Yo. ¿El más leído? Yo. ¿El más perspicaz? Yo. ¿El más presto, el más diligente, el más hábil? Yo. ¿El más duro? Yo.
Para este pícaro personaje los obstáculos pueden ser grandes, pero no insalvables y están siempre dispuestos a superarlos. La máxima de Maquiavelo de que el fin justifica los medios, les sirve de maravilla. Algunos Yoyos suplen la falta de inteligencia con la persistencia que emana del ego. Pero en todos se mantiene una premisa: si no poseen los recursos, los buscan o los inventan y los escrúpulos, llegado el caso, se olvidan. Todo con tal de sobresalir.
La hipocresía es un rasgo vital en estos sujetos. La necesitan como el oxígeno y es una de sus llaves maestras para el triunfo. El Yoyo intuye el riesgo de ser transparente y leal a sí mismo y por ello, como Tartufo cuando enamoraba a Elmira, ha desarrollado la capacidad de disimular lo que siente y de expresar lo que otros desean o esperan oír.
Entre nosotros esas personas han tenido sus etapas. Tiempo atrás eran visibles en ciertos circuitos profesionales, intentando ascender en la pirámide social, la cual sufrió cambios en estos años de período especial. Ahora procuran emerger junto a otros arrogantes, como los «macetas». O incluso junto a determinados directivos, quienes parecen haber olvidado que son parte de los trabajadores y se deben a ellos.
También cambiaron un poco los mecanismos de autodistinción. Si hace unas décadas debía demostrar cierta sofisticación intelectual, en la actualidad el Yoyo se define por el nivel material alcanzado o el que pretende demostrar que tiene —nunca renuncia a pertenecer a una élite—, ya sea ante la familia, la comunidad o el trabajo.
A las personas con esa aspiración y engreimiento, el ciudadano común, que casi nunca se equivoca, los calificó con una palabra: el burgués. El término en sí guarda las connotaciones de una denuncia ética, algo que los Yoyos intentan evadir pero de la cual no escapan. Ellos anhelan ser reconocidos. Desean ser acompañados desde su altura, aunque nunca a su nivel. Quieren cariño y calor a cambio de hipocresía. Pero al final encuentran lo contrario: la soledad más absoluta, incluso dentro de sus semejantes. Esa es, en definitiva, la maldición del Yoyo.