«…ni el invierno se atreve/ a desvelar su hermosura»
Rafaela Chacón Nardi
Con temblores de pies a cabeza, la ropa bien ajustada al cuerpo estremecido por los espasmos de frío, caminando por la avenida helada a la caza de la llamada «acera de los bobos»… Así sueño los próximos días de invierno.
Extraño esas ansias constantes de arribar a un lugar hermético, mientras se agradece como regalo divino el cafecito caliente, el rayito de sol y la ausencia, a toda costa, de la más leve brisa.
Añoro tiempos como esos de adoración de guaguas, exponentes predilectas del amor entre nuestros coterráneos, amor que brinda al compañero de barra el calor humano que la naturaleza niega, tan apretaditos así, donde no quede ni una sola rendija para que penetre el más trivial vientecillo.
Alucino con esas condiciones invernales en las que los estados de ánimo se hacen más apacibles, y las gentes visten bien de buena gana, con la elegancia añorada, sin el alarde de julio y agosto, que ostenta el desparpajo de la poca ropa y la mucha frescura.
Lo de «Cuba es un eterno verano» parece una frase incapaz de sucumbir siquiera en estos días, y me hace entrever como un espejismo esas jornadas frías, bellas, aun cuando ciertos turistas, canillas al aire, se burlen de nuestras bajas temperaturas.
Estas costas quemadas por el sol no acaban de darnos motivo convincente para desempolvar chaquetas, sobretodos, bufandas, olvidados en el viejo rincón de casa mientras el clima cubano se mofa de su razón de ser.
El descenso reiterado de las temperaturas se vuelve hasta recuerdo y excusa grata, y hace a más de uno inmortalizar los tiempos del preuniversitario, cuando las agujas del frío nos hacían faltar a ciertos compromisos de higiene personal. No faltan quienes desean decretar vacaciones para la temporada fría del año, y hay amas de casa que justifican con lo helada del agua el rezago en los deberes del hogar.
Nada agradece más esta Isla que cuando rompe el primer norte, los alisios se acuerdan de soplar y llega el todavía demorado invierno, que por momentos se torna crudo, y en otros tantos, tibio y pequeño.
La ciudad se vuelve silenciosa, teñida de grises y azules, apenas unos días donde cambia el entorno y el cielo se empeña en aislarnos como una pequeña bola de cristal, entre espesas nubes que limitan los amaneceres, prohíben los ocasos y exilian a las estrellas. Una especie de noche invernal prolongada que, con el frío insoportable y los cambios de horario y luz, invita a retomar las lujurias maritales como refugio seguro a la gélida soledad.
No importa entonces si los científicos no se ponen de acuerdo sobre si nos «calentamos» o si —como dicen otros— estamos ante el inicio de un proceso repetitivo del planeta como principio de otra glaciación. Tiritando y todo, con el frío hasta las orejas, la nariz colorada y la alergia eufórica por la fiesta de estornudos, prefiero, sueño con un añorado invierno.
El contraste con el ardiente verano me hace evocar el desfile —que aún no llega— de muñecos inflados por las repetidas vestimentas y la predilección de mostrarnos con bufandas y abrigos al punto de la momificación. En pocas palabras, sueño con cuanto se oponga a las olas de calor que aún nos atormentan, al punto de que —como Resoples, el antagonista español de Elpidio Valdés, me atrevería a decir: «¡Qué país!».