Diversas propiedades saludables le son concedidas al chocolate desde tiempos de la antigüedad. Respaldada por estudios clínicos y epidemiológicos, la hipótesis que sustenta esos beneficios ha sido validada a nivel mundial.
Entre los principales constituyentes de este producto alimenticio sobresalen los polifenoles. También presentes en otros alimentos de origen vegetal —como el vino tinto, el té verde y algunas frutas—, sus elevadas concentraciones se han asociado a una disminución del riesgo cardiovascular.
Para lograr el efecto deseado tercia la probada actividad antioxidante de estos compuestos —principalmente los flavonoides—, así como la capacidad de reducir la presión arterial y el riesgo de formación de trombos. Se destaca, además, la disminución de la merma del rendimiento cognoscitivo, manifestación clínica que frecuentemente afecta a las personas mayores.
A pesar de estos conocimientos bien fundados, afloran quienes, con un inocente antifaz científico, llegan a proyectar deliberadas e inusitadas teorías. Así, por ejemplo, vio la luz el pasado 18 de octubre, en la veterana y prestigiosa revista médica norteamericana The New England Journal of Medicine, un artículo del Dr. Franz Messerli, de la Universidad de Columbia, Nueva York.
El citado doctor inició su trabajo con la mañosa visión de que el nivel cognitivo —dígase también inteligencia— de una población se vincula fuertemente con la cantidad de premios Nobel alcanzados por una nación dada. Entonces, se le ocurrió correlacionarlos con el consumo per cápita de chocolate.
Con angosto raciocinio arribó a una torpe conclusión: mientras mayor sea el consumo per cápita de chocolate, así será la posibilidad de tener laureados con un Premio Nobel. Entonces, parecería que la mayor parte de los afortunados serán los europeos, por ser los principales consumidores de este alimento.
El autor advirtió como hipótesis más factible que el consumo de chocolate proporciona el fértil suelo, necesario para desarrollar la función cognitiva, condición básica a su vez para que le broten los premios Nobel a un país.
¿Acaso será una coartada para justificar oscuros asuntos? ¿Hasta dónde querrán llegar? Sin desdeñar el valor de determinados premios Nobel, últimamente hemos sido testigos de ciertos deslustres de estos laureles, específicamente los de la paz.
Los desaciertos no son nuevos. Rememoremos la designación, en el año 1906, del presidente norteamericano Theodore Roosevelt, artífice de la doctrina del Gran garrote, a través de la cual se legitimó el uso de la fuerza en la política exterior estadounidense y, con ello, las repetidas intervenciones políticas y militares en el continente americano, incluida Cuba.
Los traspiés continuaron hasta nuestros días. El 12 de octubre del año 2012 —casualmente seis días antes de la publicación aludida—, los miembros del Parlamento noruego concedieron el galardón a la Unión Europea con la siguiente excusa: «Contribución al progreso de la reconciliación, la paz, la democracia y los derechos humanos en Europa».
El momento no pudo ser más desatinado para una región ensartada por la peor crisis económica y social experimentada desde su fundación. Pensemos además, cómo en ese lugar toparemos con tres países (Francia, Alemania y Gran Bretaña) que forman parte del club de los cinco mayores vendedores de armas en el mundo.
No revolvamos más papeles; no hace falta. Puede ser Europa el mayor consumidor de chocolate, pero no por ello se debe admitir la segregacionista idea de que ostente la población más inteligente, ni que merezca el Nobel de la paz.
En tantas artimañas aprecio estrambóticas coincidencias conectadas con el viejo mundo que, abrumado por su decadencia, todavía pretende ser superior también en el chocolate y sus beneficios.