Jaruco, pueblo que está a solo 30 kilómetros de la capital cubana, es una tierra de nobles. Lo fue siglos atrás, cuando títulos reales y ansias de nobleza se entrecruzaron con las palmeras, y lo sigue siendo cuando aún la dulzura de su nombre, proveniente de la voz indígena Axaruco —significa corriente de agua dulce— se desborda en sus moradores.
Fue Doña Bárbara Palacián quien decidió vender el corral de Jaruco, en 1762, a don Gabriel Beltrán de Santa Cruz, con la condición de que la ciudad se llamaría San Juan de Jaruco en honor a un pariente suyo. Don Gabriel, aspirante a linaje reconocido con título de conde, le propuso dos años después al mismísimo Carlos III, rey de España, la fundación de la ciudad, a lo que este accedió fácilmente con tal de asegurar dinero para su reinado y una plaza colonial necesaria.
Y fue también otra mujer, doña Teresa Beltrán de Santa Cruz, esposa de don Gabriel, quien desarrolló los deberes contraídos tras la muerte de su esposo y promovió la bendición del templo católico por parte del Obispo Santiago Echevarría. A doña Teresa le concedió el monarca español, en febrero de 1780, el poder para elegir los miembros del Consejo de la Ciudad y luego de establecerse el Ayuntamiento, los senderos se tapizaron, las casas crecieron y la historia inundó el lugar.
Hoy, la ciudad condal está poblada de descendientes del linaje de don Gabriel y doña Teresa. Es verdad que no reinan los lujos arquitectónicos; sin embargo, sobra hidalguía en quienes desandan sus calles y se sientan en los portales.
Allí están Olga, Gladis y Belkis, con sus puertas siempre abiertas, cuidando de la centenaria Lola; Roberto y Nery, con sus maderas y sus perros; Eva y Marquitos, auscultando cada latido de la villa… Está también el anciano Pillo, a quien la muerte no le llegó en el momento en que le anunciaron, y que sonríe seguro de que le queda mucho tiempo en estos caminos; Jacinto, cuidando a su esposa Haydée y otros tantos que no pude conocer porque el tiempo, en los días que estuve allí, no me alcanzó.
Pero sí pude ver que en Jaruco todo el mundo te sonríe, te ayuda, te cuenta un chiste y te garantiza que llegarás bien a San Antonio de Río Blanco, a Caraballo o a Bainoa, pues cualquiera te dará un aventón solo a cambio de la magia de unas «gracias». Y tal vez le pase como a mí, y al día siguiente pueda ver que al solidario chofer lo saluda tu gente, porque se conocen, son como familia y se quieren bien.
Es triste que el cine no funcione, que a la cremería de enfrente vayan pocos, que el parque esté desierto y que los jóvenes solo se diviertan durante las recreaciones planificadas en la plazoleta con alguna agrupación invitada o con música grabada. Es lamentable que el tren de Hershey, el mismo del chocolatero norteamericano, no esté preparado y bonito para los recorridos diarios.
Aun así, se transpira bondad por las calles y la nobleza se les escapa de las manos a sus habitantes cuando te regalan «unos aguacates para la comida», una taza de café «del bueno» y te insisten para que no te vayas rápido, para que te quedes un rato más, a conversar un poquito.
Ves a los niños retozando, a Elvira alimentando a los canes del barrio, con comida y con ternura; a los amigos, saludándose y, entre todos, a don Gabriel y doña Teresa, sentados en su carruaje, abanicándose, orgullosos de que su alcurnia no esté escrita en papeles, pero sí en los actos de esta gente que hace de Jaruco una tierra de nobles.
Y pensar que mi papá, que no es oriundo de esta tierra y llegó a ella por la conquista de una «nativa», ya se contagió con el trato afable y jovial de estos condes de la cotidianidad...