La ética, la justicia y la solidaridad están en la raíz misma de la formación de nuestra nacionalidad y se vinculan estrechamente con los problemas actuales que enfrenta la moderna civilización.
Me parece oportuno recordar lo planteado en el Informe Central al VI Congreso del Partido, citado por Raúl en su medular discurso para clausurar el séptimo período ordinario de sesiones de la VII Legislatura de la Asamblea Nacional del Poder Popular, cuando llamó a «continuar eliminando cualquier prejuicio que impida hermanar en la virtud y en la defensa de nuestra Revolución a todas y a todos los cubanos, creyentes o no».
También Raúl, en dicho discurso, hizo referencia al artículo 43 de la Constitución de la República, que consagra los derechos ciudadanos sin distinción de raza, color de la piel, sexo, creencias religiosas, origen nacional y cualquier otra lesiva a la dignidad humana.
Aunque es innegable que las relaciones con todas las instituciones religiosas se desarrollan hoy en un clima de normalidad y respeto, el tema de las religiones ha tenido y tiene una importancia decisiva en los procesos económicos, sociales y políticos y, por tanto, en el curso de los acontecimientos históricos.
En nuestro país está asociado al surgimiento mismo de la nación cubana y forma parte de los llamados valores de la superestructura, y sin esa comprensión, indispensable para afianzar la unidad nacional, no se podrán enfrentar con éxito los desafíos que este comienzo del siglo XXI ha puesto ante nosotros. Poseemos en este terreno una tradición que vale la pena repasar.
En el período que va desde la última década del siglo XVIII al primer cuarto del XIX encontramos figuras como el obispo Espada, José Agustín Caballero, el presbítero Félix Varela y José de la Luz y Caballero. En ellos está presente el pensamiento de la modernidad europea, y como rasgo singular de nuestra tradición intelectual, no se consideró contradictorio con la creencia en Dios. De este modo, la ética cristiana, que es una de las bases esenciales de la cultura occidental, se asumió también sin ponerla en antagonismo con la ciencia, marcando una tradición desde el obispo Espada, el presbítero Félix Varela y los que la continuaron.
Por eso cuando se habló de canonizar a Varela, yo dije que aquellos que buscaran el milagro de Varela podían considerarnos a nosotros como parte de ese milagro. Esto nos diferencia de lo que ocurrió en Europa y constituye una singularidad de la tradición intelectual de Cuba, que se fundamenta en no haber situado la creencia en Dios en antagonismo con la ciencia —se dejó la cuestión de Dios para una decisión de conciencia individual—. Así se asumió el movimiento científico moderno y ello permitió que la ética de raíz cristiana se incorporara y se articulara con las ideas científicas, lo cual abrió extraordinarias posibilidades para la evolución histórica de las ideas cubanas.
El tema de la ética es un elemento clave en la historia de las civilizaciones. Lo confirma la importancia que han tenido las religiones en la vida social. En la cultura cubana, desde los tiempos forjadores de la nación, los principios éticos de raíz cristiana adquirieron un papel en nuestro devenir histórico. La ética ha sido durante milenios el tema central de las religiones. Por ello he afirmado que la importancia de la ética para los seres humanos, la necesidad de ella, se confirma por la propia existencia de las religiones.
Su valor y significación son válidos tanto para los creyentes como para los no creyentes, pues se relaciona con las apremiantes exigencias del mundo actual. Los creyentes derivan sus principios del dictado divino. Los no creyentes podemos y debemos atribuírselos, en definitiva, a las necesidades de la vida material, de la convivencia entre los seres humanos. Si se trata de un mandato de Dios, que cada quien lo asuma dignamente, pero de todas maneras, creyentes y no creyentes estamos obligados a responder por una moral que sirve de fundamento a la existencia de la humanidad.
En nuestros días, las ciencias de la naturaleza, y en especial las vincu-ladas a la vida humana, están brindando una conclusión acerca de que no es correcto establecer una división o separación radical, como ha sido costumbre, entre el mundo llamado objetivo y el denominado subjetivo.
Nuestro Partido ha contado a lo largo del proceso revolucionario, y aun antes en la lucha revolucionaria, con la visión humanista de Fidel que consideró siempre a los creyentes no como aliados tácticos sino como aliados estratégicos. Recomiendo repasar lo planteado por él a Frei Betto, en aquella entrevista recogida en el libro Fidel y la Religión.
Al recoger en El Presidio Político en Cuba las terribles experiencias sufridas en la cárcel y en los trabajos forzosos que se le impusieron cuando tenía 17 años, víctima de tanta crueldad, Martí afirmó:
«Dios existe, sin embargo, en la idea del bien, que vela el nacimiento de cada ser, y deja en el alma que encarna en él una lágrima pura. El bien es Dios. La lágrima es la fuente de sentimiento eterno».
Nuestra cultura es ajena a cualquier tipo de fundamentalismos y es por su esencia martiana radical y armoniosa. Radical en la defensa de los principios y armoniosa para unir el mayor número de voluntades a favor de los objetivos de libertad, soberanía, justicia social, respeto a la dignidad humana y solidaridad que defendemos.
Por eso, considero oportuno el debate en torno al legado martiano relacionado con la espiritualidad presente en la tradición intelectual y jurídica de nuestra Revolución, que es garantía de la unidad alcanzada, y en los fundamentos del sistema social y político de nuestro país consagrados en la Constitución de la República.