Más de una vez se ha insistido en el tema del pesaje en muchos establecimientos públicos y las reiteradas violaciones que en torno a ese acto se cometen, en perjuicio del consumidor.
El primer problema es que toda romana o balanza que se utilice para tales funciones ha de estar debidamente certificada por la entidad correspondiente (Metrología y Control de la Calidad), y un número significativo de estas no lo está, con el agravante de que son frecuentes las ocasiones en que el dependiente o administrador alega que «la pesa es particular», porque el Estado no le suministra la que corresponde (lo cual es otra violación).
De ahí se desprende quizá buena parte de otras anormalidades que perjudican al cliente. Pero no son las únicas.
Agreguemos que difícilmente usted podrá verificar cuánto le están pesando, porque el «machete» o brazo de la balanza está inclinado hacia dentro del establecimiento, de manera que se impide toda visibilidad. Lo correcto es que usted pueda observar la escala de la báscula, al igual que el vendedor.
Hace unos días fui testigo del reclamo de un usuario en un mercado, quien insistía en su derecho a ver este proceso, a lo cual la persona que estaba detrás del mostrador le objetó que solo a él interesaba conocerlo, y que si tenía dudas que fuera a pesarlo a otro lugar… Tales casos no son excepcionales y ello, además de ser una violación, constituye un flagrante maltrato.
La habilidad del vendedor es también mucha para correr el contrapeso a través del brazo, hasta que este oscile en señal de que está midiendo lo correcto, cuando la trampa está precisamente en esa acción, en lugar de aumentar o disminuir la cantidad del producto objeto de transacción, hasta acumular la cantidad justa por la que paga el cliente.
En estas artes son verdaderos especialistas muchos expendedores de la bodega o carnicería, donde la pieza de embutido, pollo o pescado, leche u otro alimento, siempre es la que se sitúa en el fiel de la balanza de un primer tirón. ¡Vaya casualidad!
Otras trampas están presentes en la conversión de libras en kilogramos o en la cantidad obligatoria de hueso o manteca que acompaña cualquier pedazo de carne que se compra, ahora a precios generalizados por encima de las posibilidades de muchos bolsillos.
Pudieran agregarse más anomalías, como pesas mal equilibradas o «preparadas» para estafar. Otras tienen la escala borrada y nuevas marcas hechas por el vendedor; y en ciertos casos ni siquiera se usa la balanza, porque se trata de productos «prepesados» en almacén, aunque sin sello alguno.
Ante los desmanes de estos timadores, por supuesto que la acción más efectiva es la del mismo consumidor reclamando sus derechos. Son muchos, sin embargo, los que dan la espalda y se van con su bolso a cuestas, sin hacerlo, reconociendo que en la mayoría de los casos las circunstancias solo ofrecen una alternativa: «Lo toma o lo deja».
En todo ello se refleja, empero, la ausencia del control que debe ejercer la entidad que tiene esa misión como objeto social, y que no debe permitir justificaciones a violaciones tan reiteradas de normas claramente establecidas. Lo otro es convivencia con el delito, porque no es otra cosa lo que está sucediendo.
No es ni justo ni legal dejarlo todo a la combatividad ciudadana, cuando por medio existe —en primer lugar— la responsabilidad de las entidades obligadas a prestar un buen servicio a la población.
En este, como en tantos otros problemas subjetivos que nos afectan, está demostrado que el control es lo primero.