Eficiencia y eficacia empiezan a aparearse en nuestro lenguaje. Tanto insistíamos en el primer término de esas categorías, que soslayábamos el segundo. Y como un colega las definió con certeza el pasado viernes 13 de julio en Granma, no voy a repetir lo dicho por él y por este articulista otras veces. Tal vez, para no dejar a algún lector en apagón, podría resumir un tanto capsularmente: eficiencia: hacer con el gasto imprescindible; eficacia: hacer exactamente lo planeado.
Mi intervención se orienta, de cierta manera, a nombrar una tercera categoría. Suele también ser olvidada o peor: usualmente ignorada. Y su nombre responde a efectividad. Por tanto, la cuenta entre las tres es muy elemental, aunque ha permanecido como una ecuación irresoluble. Eficiencia sin eficacia es una historia incompleta, y ambas sin confluir con la efectividad son una historia extraviada.
La efectividad equivale al impacto en el destinatario. Es como la prueba de diana, el disparo que aprueba o desaprueba la calidad. El trabajo produce básicamente para vender. Y extendiéndonos en el tema, parece que algunos continuamos sin fijarnos en cómo resolver ciertos problemas. Esto es, los vemos en su bulto, nunca en sus detalles. Así, cuando aplicamos las soluciones legisladas, abrimos el mapa pero no siempre repasamos los contornos, ni evaluamos las características del terreno, ni juzgamos los resultados. Y la palabra «terreno», dicha sin intenciones, sirve de pivote para mencionar a la agricultura, que continúa sin que las decisiones descentralizadoras del Decreto Ley 259 hayan promovido del todo una evolución favorable, total y continua hacia lo eficiente, lo eficaz y lo efectivo.
Fijémonos nuevamente: todavía unos miramos sin ver. Actuamos sin investigar, sin bojear los problemas para reconocerlos como islas o como masas continentales. Así, por supuesto, podríamos creer, como Colón en un primer momento, haber llegado a Catay y Cipango habiendo tocado el perfil del Caribe, un nuevo mundo. O sea, un nuevo y distinto problema, ajustando el símil a la circunstancia actual.
De esas visiones, más bien «catacortas» en vez de catalejos, apenas nos hemos sacudido. Y uno se pregunta: ¿podremos recobrar la vista larga; podremos aprender a trabajar con sentido económico? Para lograrlo, habrá, por tanto, que usar las manos y la cabeza para trabajar. Pero tendremos necesariamente que hallar la eficiencia, la eficacia y la efectividad en la conjugación irremplazable del yo y del nosotros, del Estado y del individuo. En ese dueto, según juzgo, se concierta la posibilidad de mejoramiento del socialismo. Al menos del socialismo que necesitamos legitimar ahora como fórmula de progreso y bienestar. Porque si desarticuláramos a uno u otro miembro de ambos sujetos, tal vez perdamos la garantía de la supervivencia como pueblo equilibrado e independiente. El Estado socialista ha de ser el custodio flexible y atento del equilibrio social, y el individuo, a la par, una fuerza que mueva a la colectividad.
Evaluando de ese modo nuestras circunstancias aún embrolladas, hay que aceptar que para establecer esa relación y enrumbarla hacia fines colectivos mediante el tránsito del individuo, se requiere de personas aptas. Las más aptas. Sobre todo, para producir, adelantar, ejemplarizar, estimular, indicar, controlar, que tendrán que ser, en lo máximo, acciones gestoras de creatividad y soluciones. ¿Cómo, por ejemplo, extender y limar el conocimiento de centenares de trabajadores sin que estos observen caras y gestos curtidos en un saber a prueba de torpezas?
Quizá suene inflado, mas parte de nuestros trabajadores, sobre todos los fabriles y agrícolas, están «destecnificados» en algunas zonas, casi sin experiencia, y sin el gusto por dominar procesos y alcanzar la sabiduría. Nadie podría fabricar azúcar con eficiencia, eficacia y efectividad sin que circule guarapo por las venas de quienes plantan la caña, la cortan, la tiran, la muelen y cocinan el jugo. Las tres últimas malas zafras del CAI Mario Muñoz han sido una confirmación reciente de cuanto escribo.
Por ello también podrá sonar el campanazo para llamar y aglutinar a muchos maestros del trabajo, jubilados y un tanto decepcionados, y convencerlos de que la nave de la república socialista necesita, hoy, todavía, de marineros expertos para llegar al banco de los panes y los peces. Y si no respondieran, al menos, hay que promover y respetar a los más aptos en la dirección, la técnica y la ética. Son, sin fraseologías ineptas, los más confiables, aunque digan no cuando crean que deben decir no.