Vi que el mar verdadero era un muchacho que saltaba desnudo…
Rafael Alberti
El reflejo de la ciudad no es el mismo cuando oscurece. Se aleja la sombra de la figura original y aparecen nuevos personajes, que en la luz se confunden con nosotros mismos. En las mañanas ellos pueden transfigurar el paisaje, pensarse en medio de un quirófano, o en un departamento de economía o en una sala de diseño o cámara en mano deteniendo el tiempo; hasta que la noche los golpea y los devuelve del sueño.
Dejan en casa las metas que una vez tuvieron, las incumplidas, y salen al muro, al límite, pensando siempre que hoy será un buen día. Y mientras yo estoy sentada, con lo pies al aire, los veo pasar, una y otra vez, demasiadas veces para una sola noche; como si la vida se redujera al momento en que alguien decide cambiar centavos por melodías.
Van con las cuerdas pegadas a las yemas de los dedos, cuerdas salobres, guitarras salobres, y caminan a la par de la oscuridad. En silencio. Los pasos se pierden entre la gente y los pedazos de olas que saltan sobre el muro. Despacio. Aprendieron, antes, a cobrar por el talento que sueltan a la brisa. Venden la voz sin precauciones, y graban sus formas a lo largo del camino, como si el malecón de La Habana no supiera de memoria sus pasos.
Son juglares modernos, derivaciones del griot, una especie de rapsoda o un aeda con rumbo fijo, y que sabe de memoria historias que entretienen a los hombres. Llevan sobre la espalda la herencia de aquellos antepasados que alrededor del fuego narraban la caza del gran mamut, o el peregrinar de Homero, siglos después, contando épicas leyendas de los héroes y los dioses.
Me es fácil grabarme su imagen en las pupilas —sucede involuntariamente—, y después los recuerdo antes de acostarme o cuando corro para montarme en una guagua o cuando me leo un libro o a la hora de escribir. Es muy raro.
Y mientras estoy frente a ellos bajo la cabeza si se aproximan, y me pregunto ¡tantas cosas!: ¿por qué no tienen un trabajo común?, por ejemplo, o ¿cuánto ganan en una noche?, o si ¿le duelen mucho los pies y las manos cuando llega el amanecer?, o si ¿se sienten cómodos complaciendo los caprichos de los demás?, o si ¿en verdad no les quedó otro remedio para sobrevivir que no fuera ofreciendo buena música?
El mar los conoce, y esas lucecitas que los escuchan en medio de las olas, y que no saben si, al lanzar el anzuelo, están capturando peces o ilusiones. Y luego ellos se truecan, o se pierden, con otras señoritas que interrumpen a las parejas a mitad de un beso para venderles flores de cristal, o peluches comprimidos dentro de una copa, o maní y vino frío y rositas de maíz. Todos los ven pasar, aunque pocos los advierten dentro de la fauna inmensa que se apodera del malecón en las noches.
Las cuerdas de una guitarra son las más débiles amigas de esos hombres. Esclavos de la realidad crean el ritual todas las noches, rezando siempre porque no llueva y porque algún extranjero, o nacional, sienta una nostalgia indescriptible por la música.
Y tienen hasta que resignarse cuando un grupo de muchachos, locos muchachos fuera de esta época de reguetones, les piden canciones de Silvio y de Pablo y del Benny, y ellos responden: «no compadre, no tengo montado nada de eso». Y después conformarse con los únicos diez pesos que teníamos en el bolsillo; y luego volver a perderse entre la gente y los besos de los amantes y los otros vendedores. Quizá con la cabeza baja y deseando, de una vez, que por fin amanezca.