Un señor de cabeza pequeña y cuerpo voluminoso, vórtice de papeles y palabras. Un señor con saco y corbata, que se derrite y parece se nos vendrá encima, como los que pinta la genialidad del amigo Arístides Hernández (Ares) —quien además de ser caricaturista, ilustrador y pintor autodidacta es psiquiatra habanero nacido en 1963—. Así solemos representarnos al burócrata cuando alguna conversación alude a ese personaje tan peligroso al tejido vital de la sociedad que estamos soñando.
Imaginarnos las cosas de ese modo no está mal. Pero engancharnos a tiempo completo del estereotipo —recurso artístico que retuerce a las mil maravillas la naturaleza de un fenómeno social— puede hacernos descuidar que la mentalidad burocrática nos está causando más daño allí donde no la advertimos fácilmente, donde carcome como virus silencioso, enmascarado en otras apariencias.
Ahora mismo ella ha tomado espacios asequibles (más allá de podios u oficinas refrigeradas). Mire usted bien y la advertirá en gestos sencillos y cotidianos que, sin tanta estridencia de poder, niegan lo que confiere sentido al socialismo del que estamos hablando: yo, tú, él, ellos, la gente…
Un desamor extraño, como la ceguera de la que habló magistralmente en su novela el escritor portugués José Saramago, contamina y marea a seres ubicados en espacios claves (y no precisamente en sillas de las alturas). Basta salir a la calle y solicitar determinada ayuda para notar cómo un custodio, o un técnico reparador de ollas arroceras, o un tramitador de papeles (personas de quienes dependa algún tipo de bienestar del prójimo, destinadas en teoría a servir), se vuelven tiranuelos, enredadores de caminos, negadores impunes de alguna solución expedita aunque tengan recursos; negadores, en fin, de la felicidad.
Hasta esos espacios básicos —allí donde casi siempre se decide la suerte cotidiana de todos— ha calado la mentalidad burocrática que es tan egoísta, tan incapaz de moverse en dirección de los demás; que convierte a los que están «a cargo» en personas incapaces de tomar decisiones, despalillar problemas, aplicar al menos el sentido común.
Ilustremos la reflexión con un ejemplo: el país, desde sus más altos niveles de mando, decide realizar importantes inversiones en la compra de piezas con las cuales reparar equipos domésticos muy usados por la población. Hay un momento en que la ausencia de piezas no es el problema, sino cómo los ciudadanos son tratados en ciertos talleres que parecen haber nacido para castigar y no para atender.
Muchas variables atraviesan el asunto: la falta de estímulos con los cuales premiar el buen desempeño; la creencia, entronizada con fuerza en el imaginario popular, de que las soluciones solo se darán de contrabando, atendiendo a que en ocasiones no hay soluciones a derechas o libres de soborno; las malas interpretaciones de directivas que, en la medida que descienden, así sean las mejores, se vuelven caricaturas de sí mismas; y una mentalidad que no logra desterrar el «no se puede» para emprender el arte de lo posible.
No es este un problema concentrado en un blanco definido, al cual podamos hacerle fuego desde una sola dirección. La cuesta solo podrá remontarse entre todos, ventilando públicamente cuáles son las manifestaciones de una actitud burocrática, así como hacemos cuando alguna circunstancia pone en peligro la tranquilidad de la nación y es preciso desmontarla con análisis y precauciones de rigor.
También es clave que una cultura de denuncia, de exigir multa por errores, de pedir se cumpla lo que está estipulado, florezca y se acreciente como estilo ciudadano. Solo así habrá un real contrapeso frente a la sensación de impunidad, frente a la chapucería humana que la mentalidad burocrática entraña.
«¿Acaso nuestras vidas discurren en un entramado concebido para que nos desamemos los unos a los otros?», me preguntaba angustiada una colega que por estos días tuvo que calzarse una «chancleta más grande que la del gigante Goliat» para así resolver un problema urgente tras cuatro intentos vanos en un entidad diseñada para el servicio.
Meditemos entre todos los que deseamos, honestamente, que el país crezca. Desmontemos las piezas de un doloroso engranaje de insensibilidad: no legitimemos, no asumamos los roles de víctimas, o de cómplices, o de malos ejecutores. Dispongámonos psicológicamente a hacer funcionar las cosas. Creo, de corazón, que ahí está la lucha que nos quema, el gran nudo a desatar.