El título de este artículo no quiere decir lo que de sopetón uno presume: que en el país no hay leyes. Existen. Pero me parece que está lastimado el concepto de la legalidad. Porque un número impreciso de nuestros conciudadanos acatan las leyes, pero no las cumplen, de modo que actúan como si acarrearan agua en una canasta.
Y ese obrar como si el país fuera una llanura muy dilatada por la cual anduviéramos camina que te camina sin topar con un semejante, o sin ver un cartel de no eche basura, o deténgase, baje velocidad, niños en la calle; o suelte eso que no es suyo, o pague lo que debe… Ese obrar tan indiferentemente ante el orden, indica que algunos de nosotros creen vivir en un paisaje lunar donde no existe la ley porque no existe el otro.
El período especial, con sus recortes materiales y su incertidumbre, nos ha dejado una pérdida tan ancha que no resultará fácil reponerla. Lo estamos pulsando actualmente. La sociedad amplía sus espacios, reconoce derechos que hasta hace poco no integraban la legalidad. Y, sin embargo, la conciencia de la ley continúa sufriendo el desmadre del menosprecio. No pretendo llegar al extremo. No afirmo que todos estrujemos las leyes como papel inservible. Digo que los que la violan hacen más ruido que los que las respetan. La virtud suele andar en puntillas. Uno ve menos a quienes echan la basura en el recipiente. Y, en cambio, solemos notar a quienes tiran las latas de cerveza desde el balcón a la calle o al patio, y gritan en las madrugadas, y edifican un piso sobre su azotea, o se meten en casa ajena cerrada para habitarla.
Recientemente, inspectores de urbanismo llegaron al barrio, impusieron multas y obligaron a desbaratar instalaciones que la licencia de trabajo por cuenta propia no amparaba. Pero, muy cerca, dejaron garajes levantados con herramientas de rompe y raja en jardines de uso común en edificios multifamiliares. ¿Les ordenaron a estos violadores demoler o fueron anuentes y se marcharon con las manos en los bolsillos? ¿O acaso se conformaron con ver un permiso cuyo origen es también ilegal? ¿Acaso no va contra las normas urbanísticas permitir clavar en un jardín, en avenida principal, cuatro vigas en el suelo, cercarlas y tirarles por encima unas planchas de zinc para guardar un vehículo?
Son, dirán algunos, pequeñeces. Problemas de poca significación. Me sirven, sin embargo, para ilustrar cuáles son los caminos de la impunidad. Porque el mayor peligro de incumplir la ley como si fuera un hábito, es que se extienda por el cuerpo social la impunidad. ¿Sabemos qué significa la impunidad? Cuando nos referimos a leyes y a violaciones no solo hemos de tener delante el delito mayor —homicidio, robo, malversación—. Y si he señalado las quebraduras más leves, más bien de orden disciplinario como respetar las normas de urbanismo, las reglas de convivencia, los valores patrimoniales, es porque la experiencia enseña que los violadores de lo aparentemente sin importancia, al permanecer impunes, inflan el pecho y se definen como «tipos» poderosos, resuélvelo todo, compradores del orden, y así van desbrozando en su percepción el atajo para llegar a conductas más dañinas.
¿Y nos damos cuenta de que el sentimiento de impunidad en unos condiciona en otros ciudadanos el sentimiento de inseguridad? Impunidad e inseguridad no pueden extenderse sin que la sociedad se crispe.
Ahora, por qué la impunidad. Ya lo dije: unos perdimos el respeto por las leyes, porque creímos que las necesidades sin resolver, los apremios materiales justificarían cualquier ardid, cualquier identidad de «bicho cubano». Pero también algunos representantes de esta o aquella institución, se permearon de los resortes del pícaro, actuaron a medias, o no actuaron, y se juntaron dos impunidades: la de cuantos actúan sin discernir las fronteras entre el bien y el mal, y la impunidad del que se cree impune para proteger la impunidad. Y tales piezas se han engarzado con la soldadura del «dejar hacer».
Hace unos meses pregunté en este diario si habría que esperar a que se actualizara la economía para empezar a rescatar los límites usurpados por la impunidad. No me ofusco. Algo se hace. Pero a veces me siento inseguro, como dejado a mi suerte, al saber que transeúntes y vecinos creen que puede no pasar nada.