No sé si para contagiarme con su donaire sano, o para provocarme esas carcajadas que a él tanto lo alegraban, mi abuelo se sustraía de toda incredulidad cada vez que revelaba aquella estampa jocosamente criolla de su amigo Ñico, de la que pienso que el propio protagonista ha llegado a exagerar, al ponerle énfasis, con un disfrutable histrionismo, a lo ocurrido.
Ñico, todo un personaje, ahora con unas cuantas libras de más, flojeras en las piernas y un pelo encanecido que, a pesar de la blancura, aún luce fino, ha presumido de una simpatía desbordante desde sus años mozos. Y si a esa jovialidad en extremo grata se le suma su estado de gracia natural, nadie se predispondría a la duda sobre lo que le pasó, hace ya unos cuantos años, en el improvisado andén de su pueblo.
Acostumbrado a que el tren arribara al caserío aproximadamente a las siete de la tarde, y haciendo altísimo honor a esa puntualidad incorporada como principio del guajiro, se marchó hacia la parada poco después del mediodía, cuando sus compañeros de viaje ni siquiera se disponían a vestirse para salir.
Al fin pitó el tren y Ñico, más que desesperado, se aquietó cuando vio asomar la locomotora a lo lejos. Enseguida se echó al hombro el pesado maletín y pidió respeto en la cola, aunque no sería el primero en subir.
Pero, al detenerse la hilera de vagones y sentir ese ruido de desinfle que acompaña el movimiento en los destinos ferroviarios, el gentil anciano puso de nuevo su maleta en el piso y, como quien no tiene apuros y se mueve con un espíritu nervioso por el saludo, comenzó a tenderle abrazos y palmoteos a los que se bajaban, casi uno por uno.
Conociéndolo como lo conozco, con tan solo abstraerme me parece escucharlo: «Eh, María, y tú pa’ dónde andabas. Oye, tú sí no lo piensas dos veces para irte a pasear…», «Qué pena contigo, Pepe. Supe lo de tu mamá después que todo había pasado…», «Andrés, no sabes el notición que te espera: la vaca pinta de tu cuñado parió. Ponte alegre, muchacho…».
Y así sucesivamente fue comentando algo con todo el que llegaba, hasta que, atrapado todavía en aquel diálogo de reverencias, con el equipaje a mitad de camino entre la acera y la espalda, vino a darse cuenta del último pitazo, cuando ya el tren se desplazaba lentamente rumbo a la próxima estación.
¡Ah, quién quita a estas alturas que Ñico, con esa voluntad tan exquisitamente suya de reír y hacernos pasar el rato, no se haya inventado esta historia! ¿Pero quién duda de que al menos no se haya prendido de la escalera de algún coche, y al mismo tiempo decidiera quedarse en ese andén de los afectos, a veces tan despoblado y enrarecido?
¡Cómo pensar que siempre debemos irnos, que no existen paradas pródigas para el hombre ante tanta vía predecible y rutinaria! ¡Cómo no creer que de vez en cuando uno merece burlarse del tiempo y dejarse llevar por la gracia de algún entretenimiento! Ahora mismo, al escribir estas líneas a un costado de cierto paradero, veo tanta gente que se baja mientras otros esperan, y algunos… hasta se montan corriendo.