La frase «mi real gana» recurre en nuestra conducta, como si un motor llamado indisciplina o irrespeto nos azuzara hasta hacernos apelar a lo imposible o lo improcedente. ¿Tendrá relación con nuestro paso jadeante, nuestra habla precipitada, o en cambio con nuestra tendencia a la impuntualidad? Porque la impuntualidad, en el espacio individual, pide a menudo comprensión, pero cuando el impuntual es otro u otra, nos ponemos a pasear de izquierda a derecha en la esquina de nuestra espera, y a farfullar no sabemos cuántos reproches.
Traslademos, pues, ese hábito a lo político o lo económico, que ambas esferas se interrelacionan dialécticamente, influyéndose entre ellas aunque a algunos no les plazca saber que la sociedad y sus leyes no son patrimonio exclusivo de los deseos y de la voluntad. Concentrémonos, pues, en la impuntualidad, que usualmente significa no estar a punto, o no llegar a tiempo y, por extensión, incumplimiento o distorsión, o el hacer lo que me parece, diga quien diga lo que haya que hacer y aunque lo exija la legalidad. Lo sabemos: cada día se colecta un muestrario de absurdos que presionan a nuestra sociedad a salir definitivamente de la ingenuidad, y comprender que el rigor, el orden, y la percepción de que la estrategia del crecimiento y el desarrollo no consisten solo en proyectar en términos generales, sino en determinar qué corresponde a cada uno de nosotros y luego, como método, exigir y corregir.
De muchos de los episodios sufridos en lo personal o leídos en algún periódico se deducen varias conclusiones. Una de ellas se refiere a que todavía entre nosotros subsiste una forma de resolver ciertos problemas con un tajante no, porque a «mi real gana» no le gusta saber que si yo no sé de su existencia, esa moneda de cinco CUC —como le ocurrió a una lectora de Juventud Rebelde— no existe. Y no tengo que averiguarlo. Es decir, algunos con responsabilidades decisorias continúan observando la vida y los problemas de la gente desde una tarima que los mantiene en alto, cuando lo más útil sería mantenerlos en vilo, como expuestos a responder, sin fintas ni aplazamientos, por el incumplimiento de sus deberes. De lo contrario, los efectos de los problemas que quienes administran o gobiernan deben de solucionar o al menos explicar, pueden, a veces, ser asumidos como una malévola inclinación a mortificar.
Nuestros cuadros podrán prepararse en Economía; podrán ampliar su cultura general. Pero el conocimiento especializado y la cultura deben, en la actividad moral del revolucionario, beneficiarse con la ética del servir. Servir a alguien. Y cambiando un tanto el sentido del verbo, servir para algo, que equivale, según mi criterio, a saber ejercer, además de los concernientes a la tarea, los valores éticos de una sociedad adscrita a la justicia, la igualdad, la equidad y la solidaridad. Y no digo la libertad, porque sin los valores citados la libertad es un concepto virtual.
No habremos de dudarlo: a la cabeza de la nación se aprecia el liderazgo. Pero una luz, por clara y larga que sea, no basta. Esa luz que casi todos acatamos y respetamos, necesita que en cada comunidad, en cada centro de trabajo, en cada empresa, en cada institución u organismo, el liderazgo se multiplique para halar, ordenar, conducir, aplicar correcta y creadoramente los preceptos de la estrategia renovadora.
Una mentalidad desactualizada y retrógrada sea quizá la culpable. Mas, a mi entender, es culpar en abstracto. Porque nos figuramos que como todos somos víctimas de la fuerza irresistible de un dominante enfoque muy rígido, nadie es responsable de pensar con la inflexibilidad del bronce o del mármol. El problema, por tanto, se va convirtiendo en un círculo vicioso. Y me parece que olvidamos el papel de la subjetividad, la influencia de lo moral. El cumplimiento del deber no es solo apariencia, obra escenificada sin que la conciencia intente como mínimo actuar de modo que el personaje sea capaz de convencer renunciando a su hábito de recitar en vez de interiorizar el papel.
Y, sea dicho con juicio constructivo, ante una mala actuación, el director de escena orienta los gestos, los énfasis, y si el personaje no cristaliza, cambia al actor. Lo repito, muchos habremos de vivir en vilo, para que nuestra «real gana», esa que incluso, causando descontentos, se niega a cumplir sentencias de tribunales en lo civil, o esa que le conviene no ver los problemas para continuar en la placidez, se sienta impelida a desplazarse hacia las ganas de lo real. Porque la opción es una: cambiar o levantarse del asiento.