El resorte de estas líneas no es el codo del brazo. Tampoco me enfrasca desgranar ciertos refranes alusivos a la corta palabra, como ese en el cual se habla de los tacañuelos que «caminan con los codos».
El codo que inspira este texto es una pieza agónica por la cual descubrí los vericuetos más insospechados de la ciudad, viví las mañas de vendedores taimados o vehementes, sufrí la impaciencia por un goteo incesante en el techo del vecino de los bajos, y el desconsuelo por un baño rehecho en casa tras mucho sacrificio, el cual hubo que desmantelar pasado un mes ante los ojos desconcertados y desconsolados de la familia.
La catástrofe doméstica tuvo sus causas en la rajadura de un codo plástico (de media pulgada de diámetro), comprado en una ferretería estatal. La pieza de marras recaló en la tienda luego de haber sido fabricada… ¿en qué industria?
El día que fui presurosa en busca de codos para que el trabajo no se atrasara más de lo previsible (un día sin baño en casa es el caos), encontré detrás del mostrador decenas de codos y de otros objetos (algunos de buena o aceptable calidad), todos extendidos por una dependienta cuyo propósito social seguramente será vender, no saberse al dedillo secretos de la plomería y mucho menos los parámetros de calidad de productos que ciertas entidades proveen al referido mercado.
Diez pesos costó cada codo de color negro. En casa el albañil, genio en su materia, me miró escéptico. De todos modos arremetí sin dar brecha al desaliento: «Parecen de merolico, pero la tendera me dijo que son reforzados…».
En plena faena de restauración parecía no haber un solo codo «auténtico» (con todos los ingredientes industriales que lleva) en la ciudad, ni en las tiendas donde los productos se adquieren en divisas («moneda dura», o «moneda nacional de la otra», como dice un amigo), ni en los anaqueles de los revendedores
—quienes se hacen notar en el diversificado, complejo y no pocas veces desabastecido escenario del país, y por cuenta de los cuales podemos comprar algo que «no hay», pero que ellos infaliblemente tienen en precios que duplican, triplican, quintuplican, y más, las cifras estipuladas en las tiendas.
Viendo ahora mi baño desvencijado como caja de música en alta mar, mirando al experimentado albañil que quiere ir gritando a los cuatro vientos «nadie compre codos negros…», me hago preguntas, entre ellas, por qué las tiendas estatales deben receptar productos que no sirven, que expertos y aficionados a la plomería saben que no sirven…; o ¿quién filtra (con el consiguiente «no» si es preciso) la introducción de esas mercancías en espacios a los cuales muchos acudimos esperanzados en resolver contingencias?
Esta historia ilustra, a mi modo de ver, uno de los sinsentidos más dañinos de los cuales debe sacudirse la sociedad cubana inmersa en importantes cambios estructurales y de pensamiento: algo que no tenga conexión eficiente y eficaz con el sistema no debería encontrar fomento para su existencia y
permanencia. ¿Quién gana con eso?: solo los tramposos. Aceptar lo inútil a priori es algo así como entreverar episodios de ciencia-ficción en la vida tan concreta y difícil que llevamos, desde la cual braceamos con denuedo por salir adelante.
No tenemos tiempo para los absurdos. No lleva a puerto seguro legitimar producciones o servicios malos o falsos. Y si en un ámbito es importante entronizar el respeto y la seriedad, es justamente en el sector estatal. Muchas y pequeñas dimensiones del hacer le van naciendo alternativamente a ese espacio que ahora mismo suelta lastres, pero que debe atender su competitividad mirándose a sí y también a quienes muestran otro tipo de dinámica.
El día que compré dos codos «auténticos» a precios exorbitantes, el diálogo con la joven que los tenía en una tarima de La Habana fue tan ríspido como el precio, pero poniendo por delante la garantía de que no romperé nuevamente una pared: «¿Cómo sé que el codo es “auténtico”?», dije. Y ella, tras mostrarme sus vastos conocimientos sobre el mundo de la plomería, tras hablarme de colores fiables, de sellos industriales y países de procedencia: «Le doy mi palabra, y si ese codo se raja, venga por su dinero».
Miro detenidamente los nuevos codos comprados. Son del tamaño de un dedo índice encogido; los miro como si fuesen eslabones claves de una nave espacial, de los cuales depende algo tan reparador como bañarse sin traumas. Y en una gaveta, como mal recuerdo, como ejemplo de lo que no queremos tener ni replicar, dormita el codo negro, tan falso, comprado con tanta ingenuidad y esfuerzo. ¿Cuántos habrán vivido una saga similar?