El mundo actual tendría más posibilidades de perpetuarse si cambiara su configuración. Su esferidad parece limitar cualquier salida, cualquier búsqueda de un sitio donde mejor se esté.
Hace cuatro o cinco siglos, el Hombre levantaba la esperanza de emigrar hacia el progreso: había una dilatada llanura de agua que conducía a parajes intocados donde el occidente podría levantar la esperanza. Colón encontró tierras diversas y raras, pero pocos días después empezaron a ser como los paisajes que el presunto Descubridor dejó a popa de sus carabelas: el almirante y sus marineros siguieron siendo envueltos por los mismos tumultos de ambiciones, maldades, defectos. Nosotros, incluso, estamos tatuados por herrumbrosas agujas, a pesar de nuestros propósitos de mejoramiento.
Porque los deseos no bastan ante la conjunción de decenas de fragmentos imprevistos que siguen al imán que los hala sin que, al menos de inmediato, podamos impedirlo.
¿Adónde por tanto irán los nuevos peregrinos que quisieran abordar, hoy, el Myflower hacia un mundo nuevo? Si se atrevieran a hacer como Magallanes, toparían al final del periplo con la misma angustia existencial de la que deseaban evadirse: la misma pólvora, los mismos golpes, la misma chatarra que empresas del estómago ofrecen como alimento de lujo a precios estandarizados.
Le evidencia de la esferidad terrestre solo sirvió, visto a esta distancia, para advertirnos que nadie podrá evadirse de su pasado, porque más al este o al norte, o al sur o al oeste podrá encontrárselo como un presente que en verdad confunde los tiempos.
La redondez es la recurrencia dictada por la geometría. De modo que Euclides empieza a revelársenos como un filósofo de las líneas sin que el propio geómetra pueda modificar la forma de la Tierra. Y así resulta que la teoría del eterno retorno se confirma en una verdad tan natural como teórica: Más que la expulsión del Paraíso, el verdadero castigo de Adán, luego de dar la espalda junto con Eva a la felicidad de los inocentes, consistió en girar, en recurrir, como el carrusel de nuestra niñez. Incluso, cuando miramos hacia arriba, la comba del espacio parece indicarnos que el cosmos también gira, y la nunca confirmada infinitud del espacio sideral nos alienta a prever la esperanza de sobrevivir en la fuga hacia lo desconocido, aunque tal vez topemos con nuestra incapacidad de perdurar fuera de nuestra redondez.
Pero el círculo, pese a todos sus inconvenientes físicos y éticos, es desde el punto de vista político la figura más compacta, dúctil y provechosa. De lo redondo surgió la rueda, medio que acercó lo lejano, aunque sus usos posteriores sirvieron para alejar la paz entre unos y otros y aplastar la relación fraterna también con la naturaleza. Mas, si poética, familiar y patrióticamente, viajar sin certeza de volver puede ser desgarrador, paradójicamente, de no suceder la vuelta al punto de partida, uno navegaría al pairo y entre la niebla del alma sola, como si arrastrara una isla del Diablo en el recuerdo.
La circularidad nos cerca, y contradice nuestros actos y sueños. Según Cocteau, los juegos más importantes de los seres humanos —digamos fútbol, criquet, baloncesto, voleibol, béisbol— justifican sus apremios en la redonda raíz de una pelota. Y el destino de un domingo, un campeonato, una gloria se apuesta a una bola, siempre efímera y siempre renovada, hasta atracar en el último espigón posible: la vuelta atrás de la nostalgia. Como si apostáramos a un recuerdo que las estadísticas conservan.