¿Por qué un dilema presuntamente bilateral se está convirtiendo en asunto que involucra cada vez a más naciones y personalidades del mundo?
La razón parece obvia, y rebasa el acto justo de reconocer que las Malvinas son argentinas, sencillamente, porque Gran Bretaña las arrebató a Buenos Aires en desigual guerra en 1833, llenándola de moradores llevados desde el Reino Unido.
Ahora, la prepotencia con que Londres desconoce la soberanía de la nación conosureña sobre ese archipiélago y burla la exhortación de la ONU a conversar acerca del despojo, resulta un espejo en el que podemos mirarnos muchos. Sobre todo, los del Tercer Mundo.
Para corroborarlo —diferencias circunstanciales mediante—, bastaría mirar a Puerto Rico y preguntarnos por qué Estados Unidos mantiene atada a sus designios a esa ínsula, que el Norte se apropió como botín de guerra obtenido de España tras la derrota ibérica en la llamada Guerra hispano-cubano-americana. Fecha fatal esa del año 1898, que significó también el robo por Washington de la victoria labrada ya por nuestros mambises sobre la Metrópoli tras tres décadas de valerosa guerra, y el inicio en Cuba de una ocupación disfrazada bajo la denominación que nos dieron los yanquis de «República».
Si hago la comparación no es solo por el mero gusto —y saludable ejercicio—, de remover la historia y desempolvar los archivos. Ello nos demuestra por qué el caso de las Malvinas es un tema de extemporáneo corte tan colonial como el de la hermana isla de Puerto Rico. O, ¿por qué no?, comparable incluso con la usurpación a nuestro Caimán de esa salida oriental al mar donde fue enclavada la ilegal base de Guantánamo, ocupada por EE.UU. desde 1903 a tenor de lo que había impuesto, dos años antes, la hipócrita Enmienda Platt, y convertida hoy por el Pentágono en bochornoso campo de prisioneros para amontonar a los islamistas que la Casa Blanca ha considerado «terroristas».
Casos bastante similares son los de las Malvinas y Puerto Rico, aunque a los hermanos borinqueños se les disfrace el coloniaje con el eufemístico Estado Libre Asociado que no los deja tener presidente propio, ni Constitución, ni ciudadanía puertorriqueña; y aunque mediante sutil penetración y la adopción de leyes de corte económico que supuestamente los benefician, se haya impreso en las mentes de muchos de sus habitantes que lo más conveniente para ellos es ser, oficialmente, «estadounidenses».
Precisamente, una hipótesis de «solución» lanzada por Londres para «resolver» el conflicto en el Atlántico sur alrededor de las que ellos denominan islas Fackland, propone consultar a sus ciudadanos si «quieren ser» de Argentina o de Gran Bretaña. Sin embargo, se trata de una engañosa estratagema que, además, no procede: solo si los interrogados fueran los habitantes autóctonos del archipiélago, el referendo tendría base jurídica. ¿Qué podrían decir los kelpers —como se denomina a quienes pueblan las Malvinas— si ellos son los descendientes de los británicos «sembrados» allí tras la ocupación londinense?
De otro lado, sin embargo, los tres referendos celebrados hasta hoy entre los puertorriqueños para preguntarles qué estatus prefieren, no han sido vinculantes —es decir, que no es obligatorio implementar lo que resulte. Y, por demás, la manipulación mediática y la represión implementada por el mismísimo FBI contra los independentistas, han hecho que esta «opción» —en realidad se trata de un derecho— encuentre rechazo, o temor.
En ese entramado llega otra vez al Comité de Descolonización de la ONU el tema de las Malvinas con el apoyo de nuestra región, como lo han reiterado recientes pronunciamientos de la CELAC, del ALBA y del Mercado Común del Sur, entre otros mecanismos integracionistas. Y también estará otra vez en la agenda el caso de Puerto Rico, añejo dolor clavado en el costado del Caribe y de Latinoamérica.
El espejo nos devuelve nuestra propia imagen de pueblos hasta ayer sojuzgados, cuando contemplamos el desoído reclamo argentino y el escarnio contra los hermanos puertorriqueños.