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Derechos humanos, rehenes del hegemonismo

Autor:

Marina Menéndez Quintero

Que el respeto a los derechos humanos constituya aún una quimera en buena parte del mundo, es una vergüenza. Pero su manipulación para lograr mezquinos intereses vulnerando el principal de esos postulados, que es el derecho a la vida, resulta un ultraje.

Sesenta y tres años después de la proclamación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos con fundamento en la fe —manifestada por los Estados en la Carta de las Naciones Unidas—, «en los derechos fundamentales del hombre» (…) y «resueltos a promover el progreso social»*, esos principios son utilizados por las potencias, por el contrario, como mampara para desatar agresiones que solo buscan satisfacer sus intereses hegemónicos… y violentan el derecho a la vida aún más.

En virtud, presuntamente, de la «protección de civiles» se desató la guerra no declarada contra Libia que dejó, por el contrario, miles de víctimas fatales inocentes, con el visto bueno de un Consejo de Seguridad que, con conciencia plena de todos sus miembros o no, entreabrió con la Resolución 1973 las puertas para legitimar la barbarie.

En el intento de aniquilar el poder defensivo del ejército libio, los bombardeos de la OTAN hicieron blanco indiscriminado en la gente. Fue una operación artera donde los victimarios no necesitaron mancharse directamente las manos de sangre… hasta la ejecución extrajudicial de Muammar al-Gaddafi, sodomizado y asesinado por los hombres del Consejo Nacional de Transición, proahijados por la Alianza Atlántica y Washington.

Tales sucesos han hecho sonar la alarma, una vez más, para los países del Sur, abandonados a la impunidad de los del Norte y sometidos en el relativamente nuevo pero igualmente desnaturalizado Consejo de Derechos Humanos de la ONU —sustituto de la desprestigiada Comisión anterior— a examenes puntuales y selectivos de los que no se hace objeto, sin embargo, a las naciones de Occidente, violadoras del derecho a la vida y de otros tan sagrados como el respeto a la soberanía y la autodeterminación de los Estados: aunque esos no estén recogidos en la Declaración de los Derechos Humanos, su reconocimiento resulta condición sine qua non para la convivencia internacional —como se plasma en la Carta de la ONU—, y para que sean efectivos, realmente, los derechos del hombre.

¿Cuán creíbles pueden resultar ahora las preocupaciones esgrimidas por Estados Unidos y la Unión Europea sobre la alegada violencia, por ejemplo, de las autoridades sirias, acusaciones que avisan de la probabilidad de otra agresión y un nuevo acto de bochornosa injerencia?

¿Con qué moral, quienes así actúan, pueden hablar de preocupación por los derechos del hombre?

Principios manipulados hasta la saciedad para satanizar cuando es preciso preparar el terreno para una nueva arremetida contra la nación en la mirilla, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, lamentablemente, pareciera perder su razón de ser cuando quienes insisten en erigirse como sus paladines son quienes primero la pisotean…

Y no solamente en tierras foráneas. Que hablen, si no, los indignados que sufren gases y porrazos por «rebelarse pacíficamente» en las calles estadounidenses y europeas contra el sangriento salvataje del euro o la dictadura del dólar, hoy tan perniciosa —desaparecidos aparte— como el peor régimen militarista que haya padecido Latinoamérica, impuesto —precisamente— con la venia de EE.UU. en las décadas de 1970-1980.

Cuba, una nación que durante más de 53 años ha signado sus derroteros en la búsqueda del bienestar de sus ciudadanos y, en general, del hombre —viva ese ser humano o no en nuestra Isla—, no se jacta este 10 de diciembre de una obra que siempre puede ser mejor, porque nunca resultarán suficientes todos los esfuerzos para satisfacer hasta la más remota necesidad y certificar la total plenitud del hombre.

Pero tiene mucho que mostrar esta Isla y aún avanza en la concreción de ese estadio superior… Una plenitud que también evitará fisuras en la unidad imprescindible que salvaguarda nuestro bien humano más preciado: el derecho a la dignidad individual, cristalizado con nuestra independencia como nación.

 

*Carta Universal de los Derechos Humanos, Preámbulo

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