Idea buena es tanto mejor si la defienden hombres buenos o mejores. Aproximadamente así esbocé esta idea la semana pasada. Y hoy la reafirmo. No creo, desde luego, ser completamente original. ¿Pero quién puede presumir de original en una esfera mundialmente interconectada y donde las influencias derivan hacia todas las flechas de la rosa náutica? Lo básico es la existencia de la idea o de la opinión, y su uso en una especie de ósmosis en que jugos de uno u otro organismos se trasvasen en recíproco beneficio.
Admitida, pues, la necesidad de hombres y mujeres buenos, incluso mejores, qué nos pide esta verdad aparentemente irreprochable. A mi parecer, solo tenemos una elección: potenciar a los buenos. Y entre los buenos, a los mejores. Eso es lo que hemos hecho, me objetarán. ¿O no es verdad, periodista? Y qué he de decir. Si respondo sí, que hemos promovido como norma a los buenos estaría negando mi criterio más íntimo, y por tanto actuaría como esos con los cuales estoy en desacuerdo. Esos, que parecen estar blindados en el travestismo moral.
No; mi experiencia me dice que a veces potenciar, elegir, nombrar a los buenos, y entre los buenos a los mejores derivó por momentos en una consigna vacua o instrumentada con fines de pretendida confiabilidad. Pretendida, porque a la larga se les exigiría la posición más cómoda: la de «la tercera persona», de acuerdo con Borges, el escritor, porque habitualmente obedecería o asentiría sin la objeción propia, el punto de vista personal, a costa sobre todo de la sinceridad.
Si yo estuviera apto para proponer una actitud, recomendaría no negarnos a reconocer la verdad. ¿O tendremos que recordar la «toga viril» que ella nos coloca? Según mi modo de apreciar, en ciertos casos ha pesado más una lista fría de méritos sin mucha comprobación y en aspectos menos importantes que la ejecutoria probada cada día. Porque uno puede estar amasando y horneando pan durante 20 años y nunca haber conseguido un pan crujiente y blando a la vez. O uno ha podido pasar el mismo tiempo sin interpretar, sin adecuar creativamente leyes, programas, proyectos.
El calificativo de bueno o mejor, desde el punto de vista ciudadano o político, es parecido al de patriota: tiene la peculiaridad de escurrirse, de no ser unánime en su aplicación. Y por ello, precisa de signos. Vayamos a ejemplos de nuestra historia. José Antonio Saco y José Martí amaron a Cuba intensamente. Ambos coincidieron en su horror a la anexión de Cuba a los Estados Unidos. Ambos fueron patriotas. ¿Pero puede hacerse un signo de igualdad entre uno y otro patriotismo? ¿Cuál de los dos quiso el mayor bien para la patria: Saco, que la quería próspera ligada a España, o Martí, que la quería próspera, moral y totalmente independiente? Un signo de igualdad entre ambos y entre sus propósitos equivaldría a emplear el relativismo, y si este modo de emparejar se nos impone, a qué, por tanto, juzgar y evaluar; cualquier propuesta nos vendría bien. Pienso, en cambio, que habría que comparar cuál era la demanda fundamental del instante, y determinar qué beneficiaba más a Cuba: la independencia o la supervivencia de la colonia aunque fuese enmascarada por el reformismo.
Bueno y mejor hoy, a mi criterio, es el que entrega su experiencia y su saber a Cuba con el ánimo de ayudarla a trascender este momento en que el lastre ha de echarse al suelo para que despeguen los empeños de racionalidad y efectividad. Para esos hombres y mujeres, la honradez ha de ser virtud de pase para ejercer derechos y poderes. Bueno o mejor es el compatriota que sabría elegir entre qué conviene más a nuestra nación: ¿una sociedad compuesta de hombres honrados y solidarios, comprometidos con el equilibrio de la justicia social, la democracia y la independencia; o integrada por ambiciosos e indiferentes ante la suerte de los ideales esenciales de la Revolución y la aspiración socialista; o llena de propugnadores de una sociedad polarizada por la acumulación de la propiedad sobre el andamiaje de la dependencia política, es decir, partidarios del regreso a lo que justificó la erupción revolucionaria de 1959?
Ha sonado la campana. Y antes de concluir he de hacer notar, si falta hiciera, que en nuestro país hay un sinnúmero de hombres y mujeres ilustrados, creadores. Habrá, pues, que sacarlos al sol. Y comprobemos que sus características éticas y políticas no confundan derechos y privilegios, argumentos e imposición, disciplina y docilidad, ni lealtad y asentimiento acrítico. Lo contrario, ya sabemos, es parte del decálogo burocrático, que, en verdad, no necesitamos.