Vestido de traje, sombrero y bastón en mano, como preclara señal de algo mítico, poseído a plenitud por las energías del escenario, moviéndose en siluetas con su pasillo cómplice, envolviéndonos en la certidumbre de una cadencia halagadora, con la sutileza y la prestancia invocadas hasta el delirio, «hoy como ayer», el Benny puede llevarnos por los largos caminos de su embriaguez sentimental.
Y lo logra, una y otra vez, con su voz, con ese destello sonoro del que jamás podremos irnos así tan fácil, sin comprender todo lo «bonito y sabroso» que legó al pentagrama memorable de Cuba, a la que amó con la pasión de un son montuno, una guaracha, una rumba o un bolero, amansados todos por la galantería criolla y el ímpetu que heredó del tatarabuelo Gundo, quien puso la sangre africana de sus ancestros.
Si pudiera hablarnos ahora y relatarnos los fulgores de su azarosa vida a ritmo de son, quizá el Benny aún no sepa ni quiera decirnos «cómo fue», mucho menos explicarnos «qué pasó» con aquel mulato apacible, que en un rincón querido del centro de esta Isla, hace 92 años, en la más severa humildad, vino a fijar su nacimiento, para correr un destino de vaivenes, fama y suerte.
Bartolomé Maximiliano fue su nombre primero, con el que aprendió en plena niñez a tocar la guitarra, con el que abandonó la escuela bien temprano para sobrevivir a las rudezas del campo, con el que cortó caña en su natal Santa Isabel de las Lajas, siendo un chicuelo bullanguero que desde el surco alegraba por sus aptitudes para el canto.
Con ese nombre de carné, regaños infantiles y formalidad casera, armó su primer instrumento de cuerdas mediante una tabla y un carretel de hilo, y conoció los secretos del insundi, los tambores de yuca, Makuta y Bembé, invocadores de los orishas.
Designándose todavía así despuntó también a la edad de 16 años al frente de un conjunto musical. Y hasta por un tiempo se ganó la vida en La Habana vendiendo frutas y verduras y entonando modestas coplas en bares y cafés para acabar después pasando el sombrero.
Pero en los años 40, luego de triunfar en un concurso de radio que le dio la posibilidad de grabar y cantar sus composiciones fundacionales, en los oídos de una seudorrepública turbulenta comienza a vislumbrarse entonces aquella joven promesa, dada a sorprender por su afinación extremada, acompañante de su innato desenfado.
El Benny, ¡caramba!, el Benny que siempre supo ser el Benny, el hombre que cantó sus caprichos y desequilibrios con «dolor y perdón», el fascinador que logró poner a no pocas mujeres «locas por el mambo», el conquistador de una autenticidad tan gigante como su propia Banda.
Con ese tono tan suyo, que de tan suyo ya nos viene alcanzando a todos, hasta a aquellos que apenas lo conocimos, por la vitalidad inconfundible de sus melodías, este sonero, que de Bárbaro tiene mucho más que su ritmo, sigue cantándonos ahora, entronizado entre lo verdaderamente popular para que, con su música, muchos prefieran mover todavía «la cintura y los hombros».