Seguramente en ningún libro de historia brillará el nombre de aquella mulata santiaguera. Tal vez nunca salga en un filme y nadie la recuerde en discursos de apología. Pero los que la sentimos batirse en la negrura quejumbrosa de aquel vagón, la recordaremos siempre.
El guantanamero. Así llaman al tren que une la capital con el extremo oriental de la Isla. Ese día, cuando paró en el andén de Cacocum, en Holguín, ya venía con cuatro horas de retraso. Roturas, dijeron. De esas que los cubanos, a fuerza de ingenio, remiendan y remiendan para que siga la marcha.
Nos tocaban los últimos asientos del séptimo vagón. Un amigo que conoce estos artefactos como si los hubiera parido nos pronosticó: Calor insoportable, «aroma» de baño en tiempo de sequía y alguna otra parada por rotura. Ni que fuera profeta.
Entre un gentío en efervescencia alcanzamos nuestro sitio en el animal de hierro. Y allí estaba Ella, exhibiendo una amabilidad que contrastaba con el ambiente del coche. Corpulenta, madura, con su uniforme de ferromoza impecable, rectificó los boletos y nos deseó buen viaje. Caridad se llama. Eran pasadas las siete de la noche y nos quedaba un largo andar hasta La Habana.
El «Asere» apareció de inmediato. Camiseta empercudida, aliento a reverbero pamplinoso, intranquilidad, aguaje. Primero vociferó un poco para lucirse con algunas «admiradoras». Luego pasó vendiendo cigarros y ella le dijo que era ilegal, que no lo hiciera. Después comenzó a «pasillar» los vagones con alguna intriga entre manos.
La noche fue escondiendo poco a poco los pueblitos que iba ensartando el monstruo rodante y el paisaje se hizo una silueta oscura. Nos detuvimos un par de horas más por otra falla técnica a la altura de Ciego de Ávila. A pesar del ambiente, el sueño nos fue venciendo a todos.
Rectifico: a casi todos. Porque Caridad y el «Asere» seguían despiertos. Entonces sucedió. Él, al parecer inyectado por el alcohol que en secreto se administraba, quiso armar la bronca. Ella, con tantas agallas como compostura, lo frenó en seco. La golpeó. Y ella le fue arriba con brazos y uñas hasta que lo hizo huir al fondo del tren.
Todo fue relampaguente. En lo que los demás despertábamos del duermevela, ya el «Asere» estaba en fuga y Caridad avisaba a los agentes del orden que iban en otro coche para que se hicieran cargo. Un aire de confusión, desconcierto y dejadez enturbió la madrugada.
—«¡Te bajas del tren y yo te cojo!», la desafió mientras lo pasaban, esta vez esposado, frente al asiento de ella.
—Llevo 22 años aquí y ninguno como tú me ha bajado, respondió la ferromoza.
¿Cuántas historias como esta habrá escrito Caridad en la memoria de la noche? ¿De qué está hecha una mujer así, que «mete en cintura», durante 22 años, a un vagón con casi 80 pasajeros?
Los grandes epítetos, que llenan los libros y dan voz a las leyendas, tal vez no lleguen a tocarla, pero el heroísmo también se llama Caridad.