No importa si le cargamos al emperador romano Augusto, al rey español Carlos III o a Napoleón Bonaparte la frase que en distintas versiones ha perdurado hasta los días que corren de «vísteme despacio que tengo prisa». Más interesa su esencia y valor intrínseco porque va con lo que se ejecuta con impensada precipitación, improvisadamente, para procurar el ruidoso efecto inmediato antes que los resultados sólidos.
Lo que lectores de Acuse de recibo, y otros espacios de algunos de nuestros medios, hacen desfilar ante nuestros ojos bien pudiera conformar un catauro de desaguisados e insensibilidades, que al igual que las penas de la canción de Lecuona, «son tantas que se atropellan», y por lo visto no matan aunque sea de vergüenza a tantos irresponsables indolentes ante el deber de servicio a la población.
Tal vez, si se salieran lo suficiente del mundillo rutinario y burocrático de recargadas y abrumadoras estructuras institucionales y se sumergieran en la vida real de los ciudadanos, entenderían con profundidad acerca de padecimientos, anhelos y reclamos. Y no como quien mira desde una nave aérea un paisaje distante, o en el mejor de los casos realiza una excursión efímera, sin tocar tierra, por solo cumplir con un formal acto de presencia, sino para poner hombro con hombro en la búsqueda de soluciones viables y suministrar información esclarecedora.
Una de las prácticas más nefastas consiste en convertir lo emergente en definitivo, lo provisorio en eterno, sin apuntar una perspectiva a familias afectadas, como es el caso de aquel albergue de tránsito que, si bien en efecto libró a esas personas de peligros inminentes, las expuso a otros, como por ejemplo cuando se dejó que aguas albañales invadieran los recintos con todas sus potenciales consecuencias porque, al parecer, se dio por concluida la obligación institucional.
Aunque sea «llover sobre mojado», no se puede dejar de mencionar como expresión de ese actuar «al tun tun», el acumulado problema de los edificios de apartamentos a medio hacer, que se han convertido en años de pesadillas para quienes se han esforzado por la justa aspiración de un techo adecuado, lo que, por cierto, recientes disposiciones tienden a facilitar mediante la gestión constructiva personal.
Fenómenos parecidos se manifiestan también en la esfera de los servicios, a causa de lo que en un comentario anterior señalé como «falta de fijador», y hace poco la citada sección para los lectores lo enriqueció con creces al narrar las frustraciones experimentadas por excursionistas cubanos a Varadero, que pagaron en CUC.
De todos estos casos, y otros muchos más que han salido públicamente a flote, un concepto común emerge: la falta o la mala planificación, que, junto con las buenas intenciones, también han empedrado el camino del infierno. Y si no logramos apropiarnos a plena conciencia de una cultura de la planificación para cuanto haya que realizar, estaremos condenados a mal vivir de los embullos súbitos y estériles.
El valor de la planificación radica en contar con lo que se tiene y se puede —sin promesas ilusorias y luego decepcionantes, que desacreditan y merman la confianza—; en avanzar, mucho o poco, con paso firme, previendo riesgos, inconvenientes y alternativas variables; en la participación multifactorial eslabonada y como un haz unido en propósitos.
La prisa, por el contrario, entorpece y retrasa. Fue León Tolstoi, en La guerra y la paz, quien puso en boca de uno de sus personajes el aserto de que la prisa solo provoca demora.