Bajo el impulso de la indispensable actualización de nuestro proyecto de desarrollo independiente y del reordenamiento coherente de las fuerzas y medios de la sociedad, adquiere hoy renovado brío en la conciencia la necesidad de seguir recuperando bastante de lo que en los años 90 se llevó el viento de la emergencia por sobrevivir.
Unos lo describen como recuperar lo temporalmente perdido, y otros muchos prefieren el vocablo rescate, tal vez por ese matiz de hazaña enaltecedora que contiene, y que en el imaginario popular cubano evoca a aquel otro aprendido rescate, el de Sanguily, de nuestra gloriosa gesta mambisa. Y a estos últimos no les faltaría razón en su mirada cargada de simbolismo si es que, en los empeños que reclaman los días que corren, se aspira a soltar amarras a lo que apresaron mentalidades aferradas a la perentoriedad de aquellos años, amoldadas por la mimética burocracia.
En realidad, la denominación de ese necesario proceso es secundaria, porque lo esencial es la voluntad de reconquistar cuanto de válido se extravió en difíciles circunstancias, renovando y cambiando lo que tenga que ser cambiado, otorgándole el sentido ajustado a los tiempos. Y se están emitiendo significativas señales cuando la planificación socialista de la economía, que es columna vertebral, retoma rieles con visión realista y diversidad participativa, al tiempo que la planificación física se recoloca en su lugar, como veedor prominente del futuro ambiental, con los focos puestos en las regulaciones urbanísticas, por solo mencionar algunos bienvenidos pasos.
Pero aún quedan no pocas cotas de autoridad por rescatar en diversas esferas de la vida institucional y social, que tienen que ver con el cumplimiento de la justicia, la disciplina y el orden, demasiado visibilizados y que la ciudadanía expone con reveladora frecuencia en su correspondencia con la prensa. Por citar apenas un ejemplo de los múltiples déficits por cubrir, se echa mucho de menos un sistema de inspectores con verdadero compromiso social, y por consiguiente «refractarios» al soborno, como aquellos que protegían de pisadas destructivas el césped de los parques públicos, ahora pasto de depredadores.
Si todo se resumiera a disposiciones orgánicas, el camino sería presuntamente más expedito, o si se limitara solo a resultados materiales tangibles, contables, obviamente de destacable importancia, los logros tendrían una más pronta visualización. Lo difícil radica en lo que atañe al rescate de los valores, ese concepto que engloba tanto la conducta individual como las relaciones interpersonales, la actuación de las instituciones, sus autoridades y el respeto a las mejores tradiciones y costumbres.
En el turbión de las vicisitudes se incubaron conductas y procederes que han ido dañando el tejido social, y que por una mezcla de exagerada autocompasión contemplativa y justificadora, paternalismo tolerante, apatía e indolencia, fomentaron una corrosiva seudofilosofía del vivir a como diera lugar, con cada individuo como único centro de interés. Así se transgredieron leyes y diques inviolables, sin escrúpulos ni memoria de lo que siempre fuimos, del mundo moral que edificamos durante décadas de construcción.
Habrá quien me señalará el determinismo del bienestar material primero antes que la conciencia, pero si esta —junto a los valores— se ausenta, la gestión del desarrollo se trunca, por falta de la mutua y crucial influencia dialéctica de ambos factores.
Estamos entonces ante el más arduo y prolongado de los rescates, porque pertenece al ámbito del espíritu. Se trata de una hazaña como la que más, para acometerla, sin arredrarse, dejando atrás las lamentaciones paralizadoras para que, en su lugar, todos a quienes nos concierne actuemos de consuno, con visión de porvenir.