«Todavía, mi niña. Todavía no estás lista. Déjame arreglarte un momento el pelo y correrte la faja del vestido. Fíjate, no se te olvide secarte la frente si te pones nerviosa y sudas. Eso sí, muéstrate alegre todo el tiempo. Acuérdate de que vamos a estar tirándote fotos. Por lo demás no te preocupes, yo estoy segura de que vas a salir bien», le indicó en alta voz la madre minutos antes de que la joven entrara en acción.
Como quien no quiere escuchar ciertas cosas, pero que al final acaban colándose con absoluta claridad por el oído, percibí hace apenas unos días estas palabras adobadas con una mezcla de excesiva fachada, farándula.
A secas, sin mucho preámbulo, la expresión pudiera sugerirnos el escenario y la hora exacta de una pomposa celebración matrimonial en la que la novia se alista, entre expectante y conmovida, para lucir irrepetible ante la formalidad y el compromiso que espera su cónyuge.
Pero no fue precisamente en la antesala de una boda donde, sin aguzar demasiado la oreja, fui testigo «sonoro» de aquel enunciado, sino en los segundos previos a la defensa de un trabajo de diploma, momento que debe ser recordado, más por la nota y la discusión enriquecedora, que por el realce de ciertas apariencias.
Lejos de considerarme un franco oponente de todo lo que haga memorable ese suceso tan radiante e impetuoso que es concluir estudios de nivel superior, comparto con preocupación tan cuestionable historia porque he notado una cierta inquietud, ya bastante apegada a la norma entre algunos, de añadirle a esta experiencia académica una buena dosis de espectacularidad y de apariencia que más bien peca por exceso, o por erigirse en empeño bastante caprichoso y fuera de lugar.
Junto al interés por vencer con satisfactorios resultados los rigores característicos del ejercicio, creo que a veces suelen exagerarse las formalidades y las altisonancias en el cómo vestir o el «cómo van los que estarán acompañándome».
Recientemente me enteré de una vecina que se vio comprometida a buscar, entre sus más allegados, vestimenta, zapatos y aretes ajenos para acudir al acto de defensa de su hija, quien le suplicó encarecidamente que fuera con extrema elegancia para que no «desentonara» con las demás personas que discutirían junto a ella ese día.
También hace pocas semanas observé a un joven diplomante acelerar su perturbación y su impresionable titubeo ante el movimiento caótico y desenfrenado de cuatro familiares que filmaban cada detalle de lo que sucedía, y casi por minuto tiraban fotos y más fotos, sin pensar que aquel ir y venir sin sentido por el aula podía disparar la presión y la adrenalina del que presentaba el trabajo.
Y es ahí donde se enquista, entonces, la mayor preocupación en torno a tales actitudes: que la ligereza llegue poco a poco a ganarle espacio a la solidez y cientificidad del ejercicio, que la forma rebase la importancia del contenido como prioridad, o que el acto de culminar una experiencia de este tipo deje de ser prolongación, cumbre y crecimiento en la formación profesional, para convertirse en un lapso de tiempo seco, complaciente y preconcebidamente glamoroso como una fiesta de quince.
A corregir algunas de esas poses transgresoras mucho pueden ayudar la constancia y seriedad con que cada claustro profesoral fije las normas de lo accesorio, y contribuya así a prestigiar aún más la calidad y armonía de un momento que, de por sí, trasciende siempre lo epidérmico, aunque tampoco falte en él la reverencia a la prestancia y la belleza.