Mientras los «chamas» del barrio se reunían para formar un play de pelota en las entrecalles y terraplenes de La Habana de 1966, los adultos regresaban ávidos a sus casas para sellar el último día del calendario de mayo. El mundo entero añoraba ver la actuación de Cuba en los X Juegos Centroamericanos y del Caribe con sede en San Juan, Puerto Rico.
Ya desde el año anterior el Gobierno de Estados Unidos trató de evitar la presencia de la Mayor de las Antillas en la cita centrocaribeña, y llegó a insinuar a los organizadores que no debían invitarla.
Pero el intento naufragó ante las numerosas protestas en todos los continentes, viéndose obligados a entregar las visas para que la comitiva entrase a Puerto Rico, territorio colonial de EE.UU.
Luego, en otra maniobra, a horas del inicio de los Juegos, exigieron que Cuba trasladara a sus más de 400 atletas en medios de transporte comerciales, con la amenaza de confiscar aviones y barcos cubanos que aterrizaran o tocasen puertos de esa isla caribeña.
De Santiago de Cuba salió el barco mercante Cerro Pelado, llevando a peloteros, esgrimistas, boxeadores, levantadores de pesas, voleibolistas, corredores, entrenadores, personal médico y árbitros, entre otros representantes de las diferentes disciplinas deportivas. Onelio Pino, uno de los timoneles del Granma, se encargó de comandarlo.
Por si fuera poco, fueron casi obligados a anclar a cinco millas de las costas puertorriqueñas. El 10 de junio, bajo vuelos rasantes de aviones estadounidenses que trataban inútilmente de intimidar a los cubanos, José Llanuza, jefe de la delegación, redactó la Declaración del Cerro Pelado para denunciar ante el mundo el absurdo e ilegal comportamiento del Departamento de Estado norteamericano.
En la mañana del día 11, aunque en aguas desconocidas y rodeados de tiburones, todos los hombres dijeron sí ante la propuesta de ir a nado hasta la costa, mientras las mujeres lo harían en balsa. Al Comité Olímpico Internacional no le quedó más remedio que mandar embarcaciones a recoger a los atletas cubanos. También se acercaron al barco con la intención de llevarlos lanchas alquiladas por el movimiento independentista, solidario con Cuba. Los estadounidenses intentaron hacer lo mismo en barcos de guerra, pero la respuesta de los cubanos fue: «en barco yanqui, no».
Una vez en la tierra de Pedro Albizu Campos, los intentos para que los integrantes de la comitiva desertaran se reiteraron, y a casi todos se les propuso pasar al profesionalismo o simplemente que no regresaran a su país a cambio de grandes sumas de dinero.
Cuba se ubicó segunda en el evento con 78 preseas, 35 de oro, 19 de plata y 24 de bronce, y solo fue superada por México. Y y entre los 22 deportes los criollos alcanzaron a ganar en 11, menuda paliza…
De regreso a La Habana, la sirena del barco se combinaba con el claxon de los carros. Hasta de los trenes les saludaban. Madres aguardaban para abrazar a sus muchachos, convertidos en héroes. Enrique Figuerola, quien había marcado el fabuloso tiempo de 10:10 segundos en cien metros planos, enarbolaba la enseña nacional.
A 45 años de aquel memorable acontecimiento, el Cerro Pelado le dio nombre a la Escuela de Alto Rendimiento. Su motor, intacto, como en aquella ocasión, se escucha sin jadeos en la explosividad de un Dayron Robles o en los brazos de una discóbola como Yarelis Barrios, fieles herederos de esa generación que los antecedió. La proeza cubana en Puerto Rico entró en los titulares del periodismo de la época como un Girón deportivo.